domingo, 23 de agosto de 2015

agosto 23, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Chapuzón. Se cuenta que una noche el duque de Richelieu (1766–1822) llegó a su casa inesperadamente y sorprendió a su mujer entrepernada con un desconocido. En aquel tiempo se usaba en Francia que los esposos se hablaran de usted y los amantes se tutearan. “Señora –le dijo el duque a su consorte en tono de reproche–, debe usted tener más cuidado. ¡Imagine que hubiera sido otro el que la encuentra así!”. En parecido trance se vio un día don Astasio. Regresó a su domicilio después de terminada su jornada de 8 horas de trabajo como tenedor de libros. Colgó en el perchero el saco, el sombrero y la bufanda que usaba aun en días de calor canicular, y luego se dirigió a su alcoba a fin de reposar un poco antes de la cena. En la recámara, como sucedía frecuentemente, estaba su esposa en ilícita refocilación con un sujeto, en esta ocasión el lavador de alfombras. Fue el mitrado marido al chifonier donde guardaba una libreta con dicterios para champar a su mujer en tales ocasiones, regresó y le espetó a doña Facilisa –tal es el nombre de la pecatriz– el último inri que había registrado. Le dijo: “¡Moharracho!”. Ese adjetivo, proveniente del árabe hispánico, se aplica a quien no tiene ningún valor o mérito. “¡Ay, Astasio!” –replicó la señora con enojo–. ¡Ya vienes con tus cosas! ¿No ves que estoy muy ocupada? Espera a que acabe de hacer lo que estoy haciendo y luego explícame el sentido de ese extraño vocablo que empleaste”. Intervino en ese punto el lavador de alfombras: “A mí también me gustaría oír la explicación, señor, pero igualmente hasta que termine de cumplir mi compromiso con la dama”. Don Astasio exhaló un hondo suspiro de resignación y salió de la alcoba sin decir ya más. Iba pensando que en todos los tiempos y en todas las naciones los humanos han preferido pecar primero y aprender después. En el conocido bar “Las sonrisas de Juárez”, situado en la avenida de ese nombre, un individuo le pidió a una dama del talón que le dijera a cuánto ascendía el monto de su tarifa o arancel. Le informó ella: “Cobro 2 mil pesos”. “Estás loca –se burló el sujeto–. A lo más te daré 200″. “¿200? –repitió la mujer–. ¿Qué te hace pensar que cobro 100 pesos por pulgada?”. Un señor de buen aspecto se hallaba en una banca del parque. A su lado estaba un perro. Llegó doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, y se sentó a descansar un poco después de concluir su diaria caminata matutina. Vio al caniche y le preguntó al señor: “¿Muerde su perro, caballero?”. Contestó el hombre: “No”. Intentó ella hacerle una caricia al can, y el animal le tiró un mordisco tan feroz que de no haber retirado la mano con presteza habría quedado manca. “¿No dijo que su perro no muerde?” –se indignó doña Panoplia. Respondió con flema el tipo: “Ése no es mi perro”. Frase de Empédocles Etílez: “Un tequila está bien. Dos son bastantes. Tres no son suficientes”. En la suite nupcial el enamorado novio ardía en urentes ansias de consumar el matrimonio. Le sirvió una copa de champaña a su flamante mujercita, que ella apuró de un solo trago, y luego le preguntó, anheloso: “¿A qué horas serás mía, Pirulina?”. Respondió ella: “A las dos”. Exclamó el mancebo, desolado: “¿A las 2 de la mañana?”. “No, tontín –se rió la chica–. A las dos copas. Échame la segunda, rápido”. Un rabino judío, un pastor protestante y un cura católico tenían entre sí buena amistad. Un día fueron a pasear a la campiña. Caminaron toda la mañana, y cuando el sol calentó fuerte dieron con un riachuelo de aguas cristalinas, y les vino en gana regalarse con un refrescante chapuzón. Se despojaron de sus ropas y se pusieron a disfrutar alegremente aquel remojo. En eso llegó un grupo de damas que andaban de día de campo. Rieron, divertidas, al ver a aquellos hombres en traje de Adán. Apresuradamente el cura y el pastor se cubrieron con las manos las partes pudendas. El rabino, en cambio, se tapó la cara. Cuando se fueron las señoras el pastor y el cura le preguntaron al rabino por qué se cubrió el rostro, y no la entrepierna. Respondió él: “No sé a ustedes, pero a mí las mujeres de mi congregación me conocen por la cara”. FIN.