viernes, 3 de enero de 2014

enero 03, 2014
Gilberto Avilez Tax

El siguiente relato que salvaré del cotilleo del mundo pueblerino, tiene sus antecedentes en el lejano año de 1999, y comenzó por un miedo cerval de un compañero de clases. Señalo antes, que descreo de los cuentos de hadas, de xtabayes selváticas y caníbales, de brujos sulfurosos, y de otras supercherías cristianas con las cuales más de uno ha crecido entre esos pueblos perdidos de la península, alejado de las luces de la razón y de la duda metódica descarteana (aunque, por si las moscas, toco madera y me santiguo como Dios manda). Arguyo que más de una telaraña mental crece a diario en la corteza cerebral del pueblerino común y corriente.

Este relato sucedió, como diría mi ilustre pariente, el que fuera cronista de Dzitás, don Evelio Tax Góngora (q.e.p.d), “en un pueblito lejano del sur de Yucatán”. Yo había comenzado a estudiar en el “Cobay” (bachillerato) del “pueblito lejano” de marras, y ahí conocí a Cervantes, un moreno oriundo de Catmís, comisaría de Tzucacab; y de igual forma conocí a Cotán, otro moreno oriundo de Macmay, comisaría del “pueblito lejano de marras”. El primer día de clases, estando en el baño lavándome las manos, Cervantes se acercó a lavarse igual las manos, e instantes después, Cotán hizo lo mismo: se lavó rápido las manos, se vio en el espejo, y acto seguido salió del baño de la escuela. Por el rabillo del ojo, pude observar cómo a Cervantes le comenzó a mudar el color de su rostro bronceado: pálido es poca palabra para un adolescente que había quedado casi catatónico, y su fiebre comenzó a perlarse de sudor. Le dije: “¿Te pasa algo?”. Cervantes respondió: “Es él”. “¿Quién es él?”. “El brujo”. “¿Cuál brujo?”. Cervantes lo dijo rotundo: “¡El brujo de Macmay!” No entendiéndole ni madres, respondí: “¿Y qué hace aquí un brujo, y en donde queda Macmay?”


Cervantes y su amiga Elda, también de Catmís, saciarían los siguientes días mi hambre por saber todo lo referente al brujo de Macmay, que por cosa extraña del destino, fue mi condiscípulo en tres años de ese bachillerato podrido de aburrimiento total. Cervantes y Elda me dijeron que Cotán, el brujo de Macmay, caminando una vez por el monte, dio con un libro negro, no necesito decir que de brujería, y que se lo llevó a su casa y ahí comenzó a leer los arcanos de la magia negra con fruición luciferina, engolando la voz para disparatarse a entonar letanías que invocaban al diablo y a otros demonios, y que comenzó a tener aquelarres o fiestas lunáticas hasta con su madre, y que toda la familia de Cotán fue poseída por el Kisín. Eso, a grandes rasgos, fue lo que pasó, o eso llegaron a suponer que pasó los solariegos de Macmay y de otros pueblos cercanos como Catmís. Yo dejé de darle importancia a aquel chismerío de Cervantes y de Elda, pero, por si las moscas, siempre guardé distancias de Cotán: lo hablaba de lejitos, como si se tratara de un hereje que besó el culo del mismo Satanás, y yo con los besadores de culos de demonios o de culos de curas, no me meto. En los tres años de bachillerato, para hacer justicia, podría decir que Cotán fue un estudiante modelo, bien portado, ecuánime, un hombre –me llevaba, fácil, 5 o 6 años- que siempre hablaba con delicadeza.

Hace medio año, en un viaje que hice a Bacalar, en el autobús subió aquel otrora brujo de Macmay que causó el miedo cerval a Cervantes. Cotán no había cambiado mucho, era el mismo chaparrito del recuerdo, grueso y casi atlético, bronceado como las monedas de bronce que guardaba en latas mi abuelo. Cotán, supongo -¿o supongo mal?- no me vio, pero yo a él sí. Como no tenía asiento, se paró en el pasillo y ahí se estuvo como 20 minutos hasta que se bajó en un pueblito cercano. Dije que no había cambiado mucho, pero había que decir que no sólo no había cambiado mucho, sino que no había cambiado nada. ¡Cotán era el mismo de hace 14 años! El tiempo se había detenido a dos metros alrededor de él, no tenía ninguna cana, ninguna gordura de hombre de familia, nada que hiciera sospechar que aquel hombre pasaba la treintena, y al percatarme de eso, más de una década después comencé a creerle a Cervantes y a recordar los senos turgentes de Elda, que los tenía en abundancia. El chismerío de esos dos no era un simple chismerío.

Al llegar a Bacalar, me olvidé del asunto del brujo de Macmay, pero justo ayer, la historia comenzada catorce años atrás, volvió tangencialmente a mi memoria, en un suceso extraño que me contó mi viejo amigo Ramón. Como siempre sucede en este “pueblito lejano del sur de Yucatán”, mi banda ancha se vuelve una mierda, y yo estaba necesitado de internet para mandar un artículo para una posible publicación. Me fui al ciber más cercano, y al regresar, pasando por una calle aledaña, escucho el destemplado grito de alguien, salido de un expendio de cerveza cercano a la casa. El de los gritos destemplados era el gran Roycer de Boer, portero coladera de un equipo de fútbol de mi prehistoria intelectual (es decir, de cuando era futbolista a morir y defendía en la banda zurda la portería del portero coladera, Roycer de Boer). A su lado, Ramón, otro futbolista de mi prehistoria intelectual, despachaba en una agencia de cervezas con “Roycer de Boer” (lo del nombre “Roycer de Boer” era un homenaje que Roycer, cuyo verdadero nombre es Roger Salazar Herrera, le dedicaba a los hermanos Frank y Ronald de Boer, héroes de su infancia). Platicamos más de lo que se debe, les invité unos misiles de cerveza indio para regular el tráfico de palabras porque, decía, que “hace años que no te veo, hijueputa de Roycel”. Recordamos viejos tiempos cuando perdíamos hasta los partidos de fútbol sin la presencia del equipo contrario, y así estuvimos por un buen rato, en el chismerío depravado de antiguos futbolistas que no tenían futuro en el futbol llanero. Como una hora después, un parroquiano se presentó a comprar tres cajas de “Superior” con las que se disponía a celebrar en grande el 31 y aniquilar el año viejo con una peda descomunal. Yo sabía que era originario de Macmay y le pregunté el significado del nombre de su pueblo. El parroquiano me dijo, más o menos, que en la guerra de castas hubo un hombre llamado Máximo May, que guardándose de que no lo mataran los alzados de la guerra, fue a esconderse al monte y se topó con un pozo de noria olvidado, y al calmarse el tráfago de la guerra, la gente comenzó a acudir al pozo de don Max May para asentarse y plantar sus chozas alrededor, y por la fuerza de la costumbre, las letras del pozo de don Max May se fueron juntando poquito a poco hasta llegar a nombrarse como Macmay. Ramón, al oír el nombre del pueblo, me preguntó que si sabía algo del brujo de Macmay. Le dije, para punzarle e impulsarle a que contara, que casi no sabía nada, y que si tuviera una historia, que desembuchara ahora mismo.

Roycer de Boer sacó, insaciable, otro misil de la nevera del establecimiento, el tercero tal vez, me llenó el vaso desechable, y Ramón comenzó a decirnos que por su trabajo de rotulista, en una campaña política visitó Macmay para pintar las pocas bardas del poblacho, y estando allá llegó a la puerta de la casa del brujo de Macmay -abandonada ya por la familia, que pasó a vivir a otro pueblo cercano- donde años atrás habían sucedido los inverosímiles sucesos que Cervantes y Elda me contarían, saciando mi inclinación natural por los cuentos de aparecidos, de demonios y otras chingaderas fantásticas. Brevemente, a Ramón le contó la historia el candidato que lo había contratado para que pintara su nombre por todos aquellos pueblos moribundos de alrededor del “pueblito lejano del sur de Yucatán”. El candidato le dijo que no pasara adentro de la casa abandonada, porque toda aquella persona que entraba sufría de enfermedades inexplicables, de “calenturas sin temperatura”, de visiones de muerte y retortijones de panza. Ramón, “un escéptico”, le dio poca importancia al asunto y decidió entrar a la casa. Desde la albarrada, el candidato le decía que si lograba ver alguna leyenda pintada con sangre por el brujo en los muros de la casa, y Ramón dijo que no, que no se veía nada. Luego, los de Macmay llevaron al candidato y a Ramón a que conocieran un árbol donde supuestamente todo el pueblo apedreó al brujo para exorcizarlo. Ramón, no sé si por los efectos de los misiles indios, me dijo que el calosfrío de vez en vez le viene todavía, al recordar cómo en el tronco del árbol que se encontraba en el centro de Macmay, estaban incrustados un montonal de piedras afiladas. “La gente –decía Ramón-, cuando está molesta, saca fuerzas de no sé dónde, y ahí estaban las pruebas del pinche brujo, en esas piedras como costras del árbol”. Ramón quiso saber algo de la historia del brujo, y los pueblerinos le contaron lo que sabemos: que Cotán había encontrado un libro negro, que se dedicó a estudiarlo con devoción de idólatra, y que en las noches de luna, desnudo, invocaba al diablo y se iba al pozo del viejo Max May y se tiraba como clavadista profesional, y tardaba más en caer que en subir. Y esto lo repetía varias veces en las noches de luna llena. Que una vez, el brujo, para demostrar su fuerza a los “macmayes”, dobló un tubo de hierro como si se tratara de una lata de cerveza vacía, y Ramón me contó que vio el tubo, y que era imposible que un hombre hiciera eso.

Dejando Macmay en el crepúsculo, Ramón y el candidato regresaban al pueblo pasando no por Santa Rosa sino por Tzucacab, y en el camino, a Ramón le comenzaron unas calenturas de la puta madre, unos retortijones de apendicitis mezclada con pútrida colitis. Le señaló al candidato que parara, que quería entonar una “canción” y que no podía esperar. El auto se estacionó en una vereda, y Ramón fue a esconder sus tristezas entre unos arbustos, y al pujar, “nomás el puro viento, y sin ruido”, me decía. Se subió al auto nuevamente, y a Ramón no le bajaba la fiebre, aunque el candidato le tocaba la frente y no sentía ni calor, ni nada que señalara un hervor celular. Al llegar al “pueblito lejano”, fue a ver al médico más gordo del pueblo. Ramón le dijo que la fiebre no le bajaba, que estaba t’o’ona’an (débil), como “si de cinco palos seguidos se hubiera echado”. El obeso doctor, auscultándolo, le tomó la temperatura, le puso el termómetro en el sobaco, y llegó a la conclusión de que Ramón estaba más sano que el espinazo perfecto de la Margot, la puta más encumbrada del congal del pueblo con la que había pasado la mañana rompiendo tres hamacas. Pero al pasar de reojo su ojo clínico en los ojos de Ramón, notó algo extraño, y es que Ramón tenía los ojos de un “motorolo” avezado, rojos como la bandera roja de los viejos comunistas del pueblo que todavía hacían asamblea cada vez que se enteraban que habría un eclipse o que un cometa pasaría por el pueblo. El doctor, en un arranque de lucidez que hizo honor a Galeno, puso el termómetro cerquita de los ojos de Ramón, y no había pasado ni unos segundos, cuando el mercurio se disparó y reventó el cristal. Algunas gotitas de ese metal “por poquito ya mero me vuelven ciego”, contaba Ramón, mientras Roycer de Boer bombardeaba el sexto misil de la tarde. El doc le dijo: “Algo anormal te pasa, coño. Lo único que puedo hacer en estos casos, es pincharte para que duermas, y después de que te pinche, lárgate rápido a tu casa, que en quince minutos te caerás”. Eso fue exactamente lo que sucedió. Ramón, nomás saliendo del consultorio, como un rayo cruzó la plaza del pueblo, recorrió algunas calles con la lengua de fuera, y llegó a casa donde su vieja hamaca ni tiempo tuvo de esperarlo. Roncó como un bendito, maldito ya por los efluvios a distancia del puto brujo de Macmay.

Roycer de Boer, siempre a la expectativa, sacaba el octavo misil de la tarde…