jueves, 30 de julio de 2015

julio 30, 2015
Eduardo Ibarra Aguirre / Utopía 1565 / 31-VII-15

A las cinco horas el par de niños, de 11 y 10 años de edad,  comenzaban su jornada con la venta de El Noticiero, diario de Matamoros, Tamaulipas. 12 horas más tarde voceaban El Gráfico. Y entre uno y otro, promovían La Prensa y el Esto capitalinos.

Vendían publicaciones diarias para contribuir al gasto familiar, donde la jefa de familia, doña Graciela, enviudó a los 37 años de edad con nueve descendientes.

Muerto don Catarino, el cuñado de doña Graciela (Francisco) y la esposa de éste (María de Jesús) se ocuparon de hacerle la vida imposible y explotarla. Ella se fue a trabajar de afanadora doméstica, indocumentada, a la entonces bellísima isla del Padre, Texas.

Quino y Quico terminaron en Parras, Coahuila, en la casa de la abuela Anita. Manuel quedó bajo resguardo de los tíos Francisco y María de Jesús, mejor conocida como Jesusita, y más exactamente como La tía Chucha.

“El buen resguardo” consistía en que Manuel, el mayor de los varones Ibarra Aguirre, fuera sometido a pesadas jornadas de trabajo y sin goce de sueldo.

En la zona de tolerancia de la fronteriza ciudad, Manuel se ocupaba con el señor Pacheco, así le decían al marido de Miana, la hermana mayor, de recolectar los lunes las abundantes monedas de las sinfonolas que eran propiedad de Francisco, el mayor de los tres Ibarra Torres.

Un mal día Quico, el séptimo de los nueve huérfanos, ya de regreso de Parras, escuchó la forma altanera, autoritaria, en que Francisco amenazaba a su hermano, Manuel. La torpeza para desplazarse y la rigidez de los dedos mayores de la mano derecha no fueron obstáculo para que con una tabla gruesa y la lengua viperina amenazara:

–Hijo de la chingada…

–¿Por qué le va a pegar mi hermano? –Interrogó, acusó el niño de 11 años.

–A ti qué chingaos te importa –amenazó Pancho.

–¡Me importa porque es mi hermano mayor, tío –respondió, o mejor dicho así lo recuerda.

–Tú no te metas, hijo de la chingada...

Muy lejos es un relato del libro Remembranzas, de Eduardo Ibarra Aguirre.

La insolente amenaza de Pancho, respaldada por tremenda tabla, una persecución que provocaba pánico en el rostro de Manuel, llevó a su hermano Quico a sacar fuerza de quien sabe dónde y encarar al energúmeno que se disponía a lacerar el cuerpo infantil.
–¡Usted no tiene derecho a pegarle a mi hermano!

–Tú no te me-tas, hi-jo de-la chinga-da –amenazó una voz jadeante, temible, que provocaba miedo, pánico.

Frente a la inminente agresión de Pancho a Manuel, Quico, como arbitrariamente lo llamaban los tíos, sacó determinación de vaya usted a saber dónde y encaró al agresivo sujeto.

–Mi mamá le paga para que nos cuide y dé de comer. Usted no tiene derecho a golpear a mi hermano.

Y para su inocente sorpresa, la fórmula dio resultado y el tío, contrariado, echando incoherencias por la boca, casi espuma, reculó.

Años después Manuel estudió psicología sólo para medio entender la agresividad que Pancho y Jesusita descargaban en su infantil humanidad. También don Catarino, nuestro padre, lo trataba mal.

Cuando Quico hizo frente al tío hecho un energúmeno, recordó la hora que se armó de valor para preguntar a don Catarino, aquel lunes por la mañana de dos años antes –1959 o acaso 1958– en que el tío Pancho llegó, como siempre, a ofender a su padre, a la hora de recoger las monedas de 20 centavos de las reproductoras de música que aportaban la nota alegre en cantinas y prostíbulos (puteros, les llamaban en el norte).

–¡Cámbiame estas monedas de 20 centavos por billetes, Catarino! – ordenó Francisco.

–No tengo billetes, hermano –dijo con tono humilde don Catarino.

–¿Cómo chingaos que no tienes billetes? –interrogó iracundo, Pancho.

Justamente una semana antes de la agresiva pregunta, Quico, el séptimo de los nueve hijos, encaró a su padre. De dónde sacó la fuerza y la determinación, aún lo ignora. Pero lo hizo:

–Papá

–Sí, hijo.

–¿Por qué deja que su hermano le grite cuando no le puede cambiar los veintes?

La respuesta del padre fue un silencio que puso nervioso al niño, pero se compensó con la acostumbrada caricia en la cabellera que nunca pudo ni quiere olvidar. Aquella con la que ante lo que el niño interpretaba como peligro, la mano firme, adulta, del padre, disipaba cualquier duda y brindaba cariño, protección, seguridad.

Y la respuesta de don Catarino a Francisco no se hizo esperar.

–¡No tengo billetes! Si no te parece, ni modo. En mi casa no me faltes al respeto y menos frente a mis hijos.

Desencajado, histérico, Pancho balbuceó ofensas y don Catarino lo mandó directito a ese sitio indefinido conocido con el popular nombre de la chingada.

Y se fue. Jamás volvió a repetir el insolente, agresivo número, por lo menos para los niños.

Los voceadores, años después –pequeña que es la vida, por lo menos la de cada uno–, armaban sus faenas diarias, duras pero satisfactorias porque aligeraban la carga inmensa de la viuda, su madre, y de la familia.

Quino tenía como cliente asiduo a El árabe, aquel pistolero que protegía a Juan Nepomuceno Guerra, el tío de otro capo, Juan García Ábrego. El primero era famoso por su porte elegante de traje y corbata permanentes con todo y el salvaje calor de Matamoros. También por la diversidad de esculturales mujeres que lo visitaban en su departamento de la Sexta y Bravo.

Cuentan los que saben –y si no lo inventan– que en las orgías que organizaba, El árabe sólo bebía champaña en los zapatos de charol y tacón de aguja de las elegantes asalariadas del sexo.

Quico, el hermano menor, por el contrario, tenía como cliente a Pancho, en la colonia San Francisco, para mayor redundancia. Y no crea usted que era un buen cliente. No. Quitaba mucho tiempo el tío. Hacía pasar al voceador al interior de la bonita y amplia casa.

Jesusita lo invitaba a cenar un vaso de café negro con galletas Jarochas, mientras Pancho degustaba unos ricos huevos estrellados con trozos de tocino, un vaso de leche y pan tostado con mantequilla y mermelada. La yema le escurría por la comisura de los labios, mientras su esposa le aseguraba al hambriento voceador:

–Hijo, vas a llegar muy lejos.

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