martes, 22 de septiembre de 2015

septiembre 22, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


“Dale, Señor, el descanso eterno, y luzca para él la luz perpetua”. Aunque estaba alejada de la iglesia no se sintió mal al recitar esa oración. Bob la merecía, y a ella le salió del corazón decirla. Sin embargo no pudo contener una sonrisa al preguntarse si se podría descansar eternamente estando encendida aquella luz, que por perpetua debía ser bastante intensa. Sonrió otra vez al recordar lo que le decía su mamá cuando de niña le hacía preguntas como ésa acerca de cosas de la religión: “Eres una herejilla”. A Bob no le gustaba dormir con luz. En la cama, dormido a su lado, se despertaba de inmediato si ella encendía la lámpara del buró para leer y disipar su insomnio. Antes de volverse al otro lado y seguir durmiendo le dirigía una mirada de reproche que a veces la divertía y otras veces la apenaba. Ahora estaba muerto. Ya no la miraría así, ni en ninguna otra forma. Le dolió pensar tal cosa. Desde que Bob se fue casi todos los pensamientos le dolían. Sentía la soledad como se siente un dolor físico. No sólo le dolía en el alma: le dolía en la carne, en los huesos, en la sangre. Era como un dolor de muelas, pero en todo el cuerpo. La soledad. Jamás la había temido, y ahora se levantaba ante ella como una sombra que la amenazara. Cuando el miedo a estar sola la oprimía fijaba la mirada en el retrato de Bob que había puesto en la recámara un día después de su muerte. Otra foto de él tenía en la sala, tomada en días felices, cuando el espectro de la muerte aún no llegaba a sus vidas. Ahí estaba, con esos ojos que la seguían a todas partes y aquella expresión misteriosa con la cual parecía decirle sin palabras: “Yo sé algo que no sabes tú”. Lo extrañaba. Le hacía falta su compañía. Ahora se daba cuenta de que lo había necesitado más que él a ella. Bob era tan independiente, tan dueño de sí mismo. Jamás le pedía nada; recibía su amor como algo que le era debido. A ella eso no la molestaba. Toda su vida había estado en posición de dependencia. Había acabado por desarrollar un sentimiento de sumisión que tenía algo de agradable: le daba la sensación de ser protegida; le quitaba la responsabilidad de tener que proteger. En cuestión de hombres siempre le habían gustado los machos dominantes. ¡Y vaya que Bob actuaba como tal! Su actitud distante, desdeñosa; la indiferencia –que a veces a ella le parecía estudiada- con que aceptaba sus caricias. Eso la hacía sentirse niña sometida a un padre; esclava sometida a su señor. No ignoraba que ese sentimiento tenía algo de sensual: había mujeres que encontraban placer en ser dominadas, y gustosamente se sometían a humillaciones, y aun a maltratos físicos, por parte de su pareja. Desde luego la situación con Bob era distinta. Pero igual se sentía dominada por él, y eso le gustaba, y aun a veces se sentía feliz por los aires de rey que él se daba. Ahora estaba muerto, y su ausencia le pesaba como una piedra grande que le hubiesen puesto de pronto sobre la espalda para que la llevara. “Dale, Señor, el descanso eterno, y luzca para él la luz perpetua”. Pensó si cuando a ella le llegara el eterno descanso lo volvería a ver en otro mundo a la luz de aquella luz que nunca se apagaba. En ese pensamiento estaba cuando llegó su prima, que iba a pasar con ella algunos días. Aunque aquello era un poco molesto –cualquier cosa que alterara su rutina la sacaba de quicio- pensó que la presencia de la visitante la apartaría un poco de estar pensando continuamente en Bob. La acomodó en su cuarto, y luego la llevó a la sala y le ofreció un café. Charlaron de cosas intrascendentes. ¿Cómo te ha ido? ¿Qué ha sido de fulana? ¿Te acuerdas de...? En una pausa de la conversación la prima paseó la vista a su alrededor. Miró el retrato de sus padres y dijo que los recordaba bien. Tan buenos que fueron siempre, etcétera. Vio otra fotografía. “¿Quiénes son éstas?”. “Son unas amigas con las que fui a Acapulco hace unos años”. La prima miró otro retrato que inexplicablemente pareció divertirla. Preguntó con una sonrisa: “Y éste ¿quién es?”. Respondió ella tratando de que su voz no mostrara su tristeza: “Es Bob, mi gato”... FIN.