lunes, 3 de abril de 2017

abril 03, 2017
MADRID, España, 3 de abril de 2017.- El Guernica de Pablo Picasso se empezó a concebir mucho antes del primer encargo, ya cuando, de pequeño, el artista se escabullía debajo de la mesa de comedor para admirar las “piernas monstruosamente hinchadas que surgían de las faldas de una de sus tías”. Esa temprana fascinación por la deformidad subyace en el extraordinario hechizo de la pintura, intacto 80 años después de que el artista la realizara por encargo del Gobierno de la República para del pabellón español en la Exposición Internacional de París, de 1937. La teoría que une los puntos entre el horror infantil y la eficaz monstruosidad del gigantesco mural-icono es de T. J. Clark, comisario, junto a su esposa, Anne M. Wagner, de la muestra, presentada esta mañana a los medios, con la que el Reina Sofía busca celebrar el aniversario redondo.

En el Museo Reina Sofía ha sido presentada la gran exposición “Piedad y terror en Picasso: el camino a Guernica” para conmemorar los 80 años del cuadro. (EFE / AFP)

Piedad y Terror en Picasso. El camino a Guernica reúne cerca de 180 obras que proponen un viaje por la mente del pintor en busca de las motivaciones de “la obra del siglo XX que más interpretaciones ha suscitado”, según ha explicado Manuel Borja-Villel, director del museo en una conferencia de prensa con probado poder de convocatoria.

La que nos ocupa hoy sostiene que la toma de conciencia de los horrores de su tiempo, que aterriza en la obra del artista sin previo aviso en 1925 con el cuadro Las tres bailarinas, cristalizó en el enigma del Guernica y determinó una de las porciones más interesantes y enigmáticas de su trayectoria, la que va desde mediados de los veinte hasta más o menos hasta el final de la II Guerra Mundial.

El cuadro presenta tres figuras en descomposición moral, bien alejadas imaginario estético habitualmente asociado a la danza femenina. Las chicas lucen enfrentadas a una cita de sala del propio pintor que parece dar la razón a Clark: “¡Yo también pienso que todo es desconocido, enemigo! ¡Todo! ¡No solo los detalles, las mujeres, los niños, los animales, el tabaco, jugar…, sino todo, la totalidad!”, escribió en 1937 a André Malraux.

Prestado por la Tate de Londres, Las tres bailarinas es una de las estrellas de una exposición para la que han cedido obras instituciones como el Museo Picasso de París (con 20 piezas), el MoMA y el Metropolitan de Nueva York o el Pompidou. Clark se ha felicitado hoy por la “generosidad de esos museos y colecciones particulares” y también por la implicación de los herederos, subrayada con la presencia de Bernard-Ruiz Picasso en la inauguración. Unos y otros han hecho posible apuntalar su novedosa tesis, que evita abundar en lo conocido acerca del cuadro, se limita a dar unas pinceladas sobre los misterios que rodean su creación como respuesta apresurada al bombardeo de la villa vizcaína por el Ejército alemán el 26 de abril de 1937 (el cuadro se entregó el 4 de junio) y escapa de los “biografismos” un tanto latosos, inevitables cuando se trata de Picasso.

La estructura del relato de la exposición se asemeja al de una de esas películas clásicas en las que un prólogo sitúa al espectador cerca del final de la historia antes de comenzar por el principio. Una maqueta del pabellón español y la juguetona contundencia de La dama oferente, escultura que también se expuso en París, dan la bienvenida al visitante, con una batería documental sobre las circunstancias de aquella aventura. En la siguiente sala domina la gigantesca naturaleza muerta Mandolina y guitarra, cedida por el Guggenheim y que sirvió a Clark para ilustrar la portada de un libro fundamental, Picasso & Truth (Yale University Press, 2013), en el que las tesis de la muestra tomaron forma por primera vez. “El Guggenheim ni siquiera lo tiene expuesto. ¿No es asombroso? Creo que en este entorno está en su sitio ideal”, ha explicado durante un recorrido por la muestra el reputado historiador del arte, profesor emérito de la Universidad de Berkeley comprometido con una lectura marxista del arte.

En esa sala, Clark reúne una asombrosa cantidad de piezas que certifican que Picasso decidió a mediados de los años 20 introducir el “terror, el miedo, el pánico, la deformidad y la muerte” en el sacrosanto interior burgués, ese cuarto que, dice Walter Benjamin en la Obra de los Pasajes, configura el mundo en el siglo XIX.

En los años siguientes, Picasso saca al exterior, al mundo, esos monstruos interiores, tan bellos y aterradores como las criaturas informes de Desnudo de pie junto al mar (1929) o Figuras al borde del mar (1931) o en los retratos que llenan una de las salas del recorrido. En sus deformidades están prefigurados algunos de los elementos del Guernica, de cuyo proceso da cuenta una sección dedicada al dibujo, en la que ha trabajado más Anne Wagner, para ofrecer una lectura feminista del cuadro, especialmente centrada en las representaciones en las que que estas aparecen “militarizadas”, especialmente por cómo se “tratan los pezones”. Entre bocetos preparatorios, alguno tan embrionario como el célebre Sueño y mentira de Franco, de enero de 1937, aparecen sorpresas como una interpretación del asesinato de Marat o la obsesión de Picasso por un truculento asesinato de la época, el de las hermanas Papin, que inspiraría a Jean Genet su obra Las criadas.

El Guernica aguarda un poco más adelante con su acostumbrada solemne majestuosidad, como la bisagra que conecta el mundo de Picasso previo a su creación con lo que habría de venir: la II Guerra Mundial y la Ocupación de Francia, cuyos horrores e inseguridades el artista plasmó en una serie de pinturas incluidas en la muestra, que se cierra como empezó, con salas consagradas a la documentación. En este caso, del viaje que desde que se cerró el pabellón emprendió el cuadro para convertirse en un icono antibelicista nómada con una misión: hacer que el mundo tomara conciencia de los horrores de la Guerra Civil española. (Iker Seisdedos / El País)