Armando "Catón" Fuentes Aguirre
"Eres una perra. Naciste en el arroyo". "Sí, mamá". "No me digas mamá.
No soy tu madre. Tu madre era una vieja de la calle, y yo soy y he sido
siempre una mujer decente". "Sí, mamá"... Ya no recordaba las veces que
le había dicho esas palabras. Y ella siempre respondía: "Sí, mamá". La
verdad es que no era su mamá. No era mamá de nadie. Jamás había podido
tener hijos. La muchacha era hija de su esposo. La tuvo con la criada.
Ella supo desde el principio lo que estaba sucediendo. Lo que no supo es
que también desde el principio su marido preñó a la sirvienta. Fueron
los peores días de su vida. Él no escondía su orgullo de macho que ha
engendrado. La criada se portaba como si fuera la dueña de la casa.
Conforme la panza le crecía se volvía más insolente. Comía carne todos
los días, como ellos, porque su esposo le pedía que también comprara
carne para ella. "Tiene que estar bien alimentada -le decía-. Por la
criatura". Y ella odiaba a su marido y a la criada. Odiaba, sobre todo, a
la criatura. Cuando nació la niña la criada se las dejó, como si nada.
Dijo que su padre la mataría si se enteraba de que había parido. Se fue,
sencillamente, y no volvieron nunca a saber de ella. Su marido ni
siquiera le pidió perdón a su mujer, ni que se hiciera cargo de la niña.
Lo dio por entendido. Y ella se encargó de la chiquilla lo mismo que se
encargaba de la limpieza de los pisos o de tender la cama cada día. No
le tenía cariño, desde luego. No era suya, y la criatura le recordaba
siempre que no había podido ser mamá. Le daba rabia pensar que una
sirvienta pudo quedar preñada, y dar a luz, y ella no, a pesar de que
venía de buenas familias y se había casado por las dos leyes. Y ni modo
de echarle la culpa a su marido: la niña era el vivo retrato de su
padre. Por eso la chiquilla la irritaba más. La trataba como a un
animalito al que había que criar por pura obligación. Si se enfermaba de
algo, si le entraba calentura, no se inquietaba. Por el contrario,
tenía secretamente la esperanza de que se muriera. ¿Acaso no mueren
tantos niños? Pero la criatura atravesó por los males de la infancia con
una resistencia que a ella misma la asombraba. Y eso que ni siquiera la
llevaba con el doctor, aunque a su marido le decía que la había
llevado. Se molestó la primera vez que le dijo "mamá". Otra mujer
cualquiera se habría enternecido. Ella no. Sintió rabia de oírse llamar
así por la chiquilla. Era hija de su marido y de la criada; ella no
había podido tener hijos. Fue creciendo la niña. Su padre la adoraba, y
salía a pasear con ella, pues la pequeña era bonita, y al papá le
gustaba presumirla. Él mismo le compraba vestiditos, y a cada rato le
hacía regalos de esto y lo otro. Ella sentía celos de la muchachilla.
Era la que la cuidaba, y su marido no se lo agradecía. La niña era hija
de la criada, y ahora ella era la criada de la niña. Qué cosas tenía la
vida. Y también qué cosas tenía la muerte. Un día su marido salió de
viaje. Su coche volcó en la carretera y se mató. Quedaron solas en la
casa ella y la chiquilla. La niña dejó de ser chiquilla. Se hizo mujer. A
ella los años se le vinieron encima; envejeció. Quizá no envejeció
tanto por los años como por el rencor que llevaba adentro. Y afuera
también: los rencores dañan lo mismo al cuerpo que al espíritu. Sus
palabras envejecieron junto con ella. "Eres una perra. Naciste en el
arroyo. Tu madre era una vieja de la calle". Y la muchacha: "Sí, mamá".
Un día la mujer se puso mala. Serían los años, sería el odio, el caso es
que enfermó. Ya no pudo levantarse de la cama. La hija de la criada la
cuidó. No como criada, sino como hija. Llamó al doctor, y el doctor dijo
que la señora no tenía remedio. La mujer se endureció aún más. Pensó
que la vida no había sido justa con ella. Y ahora debía resignarse a los
cuidados de la que no era su hija, sino hija de su marido, nada más. La
muchacha estaba pendiente de ella día y noche. Aunque ella no le
hablaba le contaba las minucias cotidianas: llovió; había un sol
precioso; al departamento de al lado llegaron nuevos inquilinos... Una
noche, cercana ya la madrugada, ella murió. Antes de morir, un instante
quizá antes de morir, algo le llegó al alma. Abrió los ojos y dijo con
voz débil: "Perdóname". Y la muchacha: "Sí, mamá"... FIN. (Milenio)