sábado, 31 de octubre de 2015

octubre 31, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Dieta impuesta. Llorosa y compungida la joven Dulcilí les preguntó a sus padres: “¿Recuerdan que siendo yo una niña me hablaron ustedes de las abejitas y las florecitas?”. Respondió la mamá: “Lo recordamos, sí”. Y dijo Dulcilí rompiendo en llanto: “¡Pues la abejita ya me dio un piquetito!”… La suegra de Capronio pasó a mejor vida. El empresario de pompas fúnebres le preguntó al nada contristado yerno: “¿Qué caja le gustaría para su señora suegra?”. Preguntó a su vez el incivil sujeto, cauteloso: “¿Tiene una caja fuerte?”… Babalucas acudió a la Facultad de Medicina, pues sentía un amago de dolor en el testículo izquierdo. Al llegar al campus de la Universidad preguntó por el hospital universitario, y alguien le informó: “Ésta es la Facultad de Derecho”. “¡Caramba! –exclamó Babalucas, admirado-. ¿Qué para cada huevo tienen una Facultad?”… 

Festín de Sancho Panza en la Ínsula Barataria, por José Moreno Carbonero.

Cuando Sancho Panza llegó a gobernar la ínsula de Barataria hubo de sufrir las necedades del doctor Pedro Recio de Agüero, natural de Tirteafuera. Armado con una vara el tal médico se ponía de pie junto al gobernador a la hora de la comida, y cuando le servían un platillo lo tocaba con la vara, pues decía que era nocivo para la salud. De inmediato un paje le retiraba el condumio al hambriento Sancho, e igual los demás que le allegaban. Mohíno e irritado el buen escudero estalló al fin y le dijo con recia voz a Recio: “Quíteseme luego delante; si no voto al sol que tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar médico en toda la ínsula, a lo menos, de aquéllos que yo entienda que son ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas”. En nuestro tiempo tenemos todos  a nuestro lado una especie de doctor como el de Sancho, que nos prohíbe comer esto y aquello y nos impone una dieta parecida a la de los ermitaños, cenobitas o anacoretas, que sólo se alimentaban de las hierbas que comían. La Organización Mundial de la Salud ha decretado ahora que “probablemente” la carne puede ser causa de cáncer. Eso de “probablemente” no suena bien en una institución que -se supone- se rige por los dictados de la ciencia, la cual no finca sus determinaciones en probabilidades, sino en razones comprobadas. Yo soy carnívoro, y supongo que mis congéneres humanos lo han sido desde siempre, pues por algo tenemos dientes llamados caninos, que no son precisamente para comer lechuga. Respeto profundamente a los vegetarianos; admiro su disciplina y sus principios éticos, pero en mi caso personal la carne es débil en presencia de la carne, sea comida o untada. Mis tías me contaban, divertidas, que siendo yo niño de dos años me invitaban a quedarme a comer en casa del abuelo. Invariablemente preguntaba yo antes de aceptar la invitación: “¿Hay caine?”. Vivo en el norte del país, cuya gastronomía está formada por tres platillos fundamentales: carne asada término medio, tres cuartos y bien cocida. No desconozco que el abuso de la carne puede traer consigo riesgos, pero eso sucede con todos los abusos (sobre todo los de la religión). Así las cosas, antes de renunciar a las delicias de un churrasco en “La Vaca Argentina”, de mi ciudad, Saltillo; de unas ahujas –que no agujas-norteñas en “El Mirador”, de Monterrey; de un filete en “La Calesa”, de Chihuahua, o de unos sabrosísimos tacos de cabeza con el Chino, en Hermosillo, esperaré a que la OMS nos ofrezca más certidumbres y menos probabilidades… La criadita le informó a su patrona que se iba a casar. “Te felicito, Maritornia –le dijo la señora-. Ya casada tendrás la cosa más fácil”. “Sí –respondió alegremente la muchacha-. Y más seguido”… Himenia Camafría, madura señorita soltera, trabajaba en el súper. Le preguntó a un cliente: “¿Quiere usted un carrito?”. “No –respondió el señor-. Sólo busco una cosa”. Comentó la señorita Himenia en tono de reprobación: “Igual que todos los hombres”… Posiblemente el dinero no compre la felicidad, pero sirve para comprar ratos felices… Afrodisio Pitongo, hombre dado a aventuras de carnalidad y de fornicio, hizo un viaje al Lejano Oriente. A su regreso le preguntó un amigo: “¿Qué trajiste de Asia?”. “No sé –respondió el salaz individuo-. Aún no he ido al médico”… FIN.