miércoles, 17 de junio de 2015

junio 17, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

El presidente nacional del PT, Alberto Anaya.

Desaparición del PT. Afrodisio Pitongo se inscribió en un club nudista. Ahí vio a una curvilínea socia. Le pregunto con tono admirativo: “¿Quién es tu modisto, linda?”. Un tipo viajó a Italia. A su regreso narró sus experiencias: “Roma. ¡Ah, Roma! Me sedujo. Venecia. ¡Ah, Venecia! Me encantó. Florencia. ¡Ah, Florencia! Me robó la cartera”. Un hombre que se porta con las mujeres como un caballero es un hombre igual a todos, pero con un poco más de paciencia… A la prima Celia Rima, versificadora de ocasión, se le ocurrió un travieso epigrama a propósito de la noticia de la desaparición del Partido del Trabajo. Dice así esa mordaz cuarteta: “¿Del Trabajo? ¡Qué ironía! / Anaya, el que lo fundó, / en toda su vida no / ha trabajado ni un día”. En efecto, ese señor, Alberto Anaya, pertenece a la especie de los hombres que a lo largo de su existencia no juntan un turno de 8 horas de trabajo. Luengos años vivió como líder de colonias proletarias, y desde que Carlos Salinas de Gortari le regaló un partido ha vivido de los contribuyentes, con el PT como su empresa privada. No es difícil suponer que con los cientos de millones de pesos que esa mentirosa organización ha recibido, Alberto Anaya, su propietario, tiene asegurado ya el bienestar de su descendencia por lo menos hasta la séptima generación. Sólo en la novela picaresca de la política mexicana puede suceder algo así. Con sonrisa burlona puede ya dedicarse ese político a rascarse lo que quiera, después de haber medrado en varias ocasiones como diputado y senador, y de haber acumulado una fortuna que hace de él un magnate del dinero. Yo, optimista irremediable, veo en la desaparición del PT un signo esperanzador: pese a todos los pesares nuestra incipiente democracia va mejorando, siquiera sea a paso lento. El acabamiento de un burdo negocio personal como el PT es una muestra de eso… Moshe Tailorstein había trabajado toda su vida durante 40 años, 14 horas diarias, en su sastrería de Nueva York. Cierto día decidió probar la vida de los ricos. Llamó a su ayudante y le ordenó: “Tráeme una botella de champaña, caviar, y tres prostitutas de un metro 80 de estatura: una morena, otra rubia y pelirroja la tercera”. Horas después regresó el muchacho. “Jefe, encontré la champaña y el caviar, pero no pude hallar tres mujeres como las quiere usted”. “¡Qué lástima! -suspiró Moshe-. Entonces cambia la orden por un café y una dona”. Decía un desencantado: “El matrimonio es como un violín: después de que termina la música, las cuerdas todavía están ahí”. Un individuo compró un collar de perlas. Dijo que era para su esposa. Preguntó el de la tienda: “¿Aniversario?”. “No -respondió el tipo-. Pleito”. Comentaba Facilda Lasestas, mujer de cuerpo complaciente: “Errar es humano, pero se siente divino”. Un cazador llegó al campamento y les informó a sus compañeros: “Maté un león”. Acotó uno: “Aquí no hay leones”. “Sí los hay -aseguró el cazador-. Traía la credencial del club”. Don Corneliano y su mujer fueron a Londres en viaje de placer. Al parecer el viaje fue para don Corneliano y el placer para su esposa, pues el primer día él la sorprendió en amoroso abrazo con un botones del hotel. “Perdona, Corneliano -se justificó la pecatriz-. Con esta niebla no ve una lo que hace”. Babalucas le contó a un amigo: “Inventé una alarma contra ladrones”. “Me gustaría verla” -se interesó el amigo. “Imposible -dijo el badulaque-. Me la robaron”. Don Senilio, señor de edad madura, iba a tener trato carnal con una maturranga. Le pidió la mujer: “Póngase protección”. “¡Uh, linda! -respondió con lamentosa voz el carcamal-. ¡Si sola batallo para levantarla, imagínate con peso adicional!”. (No le entendí). FIN.