martes, 16 de septiembre de 2014

septiembre 16, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Este hombre vivía en una callada desesperación. Entiendo que muchos hombres -y mujeres- viven en una callada desesperación. Sobre esto, sin embargo, no hay estadísticas confiables. Según algunas, el 90 por ciento de la gente vive en una callada desesperación. El dato me parece exagerado, pero en fin... El caso es que este hombre vivía en una callada desesperación. Tenía un buen trabajo, una buena esposa y unos buenos hijos. Pero el corazón humano es cosa extraña, y el hombre andaba siempre inquieto y desasosegado. Un día desapareció. Simple y sencillamente desapareció. Esa mañana salió en su automóvil de la casa para ir a trabajar, pero no llegó a su trabajo, y a su casa ya no regresó. La familia dio aviso a la policía. Inútilmente se le buscó aquí y en las ciudades vecinas. Todas las pesquisas fueron infructuosas: el hombre se había esfumado en el vacío, como si la nada lo hubiese devorado. Hago una pausa para reponerme de esta última frase: “Como si la nada lo hubiese devorado”. Es tan dramática que me provocó un repeluzno. Pensé: ¿qué tal si la nada me devora alguna vez a mí? Oscuro pensamiento es ése; procuraré apartarlo de la mente... Ya me repuse del escalofrío. Continúo. Unas semanas después el automóvil del hombre fue localizado en la carretera entre Acapulco y México. El vehículo había caído en un hondo barranco, y el cadáver del conductor estaba calcinado, pues el auto se incendió al caer. La identidad del automovilista fue conocida por un pequeño maletín que cayó fuera del automóvil, y que por tanto no se quemó. En él fue encontrada una credencial con la fotografía y el nombre del accidentado. Era el hombre que había desaparecido. El cuerpo fue entregado a su familia, y ésta le dio en su ciudad cristiana sepultura.Pasó un año. La esposa del difunto se había quitado ya el luto que vistió durante 12 meses, según era entonces uso obligatorio para la madre, la viuda, las hijas, las hermanas, las tías, primas, sobrinas, abuelas, cuñadas y concuñadas de un fallecido. La vida recobró su ritmo acostumbrado. Suceda lo que suceda, la vida, tan rítmica ella, recobra siempre su ritmo acostumbrado. Un día, sin embargo, algo rompió el acostumbrado ritmo. He aquí que el muerto apareció. Apareció de pronto, igual que había desaparecido. Y no apareció como fantasma, sino como hombre de carne y hueso y todo lo demás. Cierta noche la mamá y los hijos estaba cenando en la cocina mientras oían en el radio “El monje loco”, programa con relatos de ultratumba que en aquellos años nadie dejaba de escuchar. Alguien llamó a la puerta. La hija mayor fue a abrir. Lanzó un grito espeluznante -en estos casos los gritos deben ser espeluznantes-, y cayó al suelo privada de sentido. El que estaba en la puerta era su padre. En esa ocasión el Monje Loco se había excedido. Cuando la familia se repuso del espanto, y le contaron al aparecido que todos lo habían dado ya por muerto, el tipo se sorprendió bastante. Lo que pasó, dijo con toda naturalidad, fue simplemente que se aburría, y decidió tomarse unas vacacioncitas. Sin avisar a nadie -ni en su casa ni en su trabajo le habrían dado el permiso necesario- se fue a Acapulco, lugar de mucha moda en aquel tiempo. El día que llegó le robaron su automóvil con todo lo que llevaba en él. No quiso denunciar el robo a la policía, pues él mismo se habría descubierto. El cuerpo que encontraron en el coche, y que recogió su familia para darle cristiana sepultura no era el suyo: era el del ladrón que al escapar con el coche tuvo aquel accidente fatal. Con el vehículo se había llevado también el maletín donde iba la identificación del propietario, de ahí la confusión habida. Se disculpaba el aparecido, claro, si con su breve ausencia había ocasionado algún inconveniente a su familia, y pedía que le dieran de cenar, pues traía mucha hambre. “Aparte de eso por mí no se molesten. Anden, sigan oyendo El Monje Loco”. Desde entonces a aquel hombre se le conoció con el mote de “El muerto”. Yo lo conocí; vendía casimires y corbatas. Cuando alguien le recordaba su historia sonreía como si le hubiera hecho a la vida una galana broma. El muerto se veía alegre y satisfecho. Ya no vivía en una callada desesperación. .. FIN.