jueves, 11 de febrero de 2016

febrero 11, 2016
Carlos Loret de Mola Álvarez / Historias de reportero

Cuando arrancó el sexenio, Enrique Peña Nieto nombró jefe de la Oficina de la Presidencia a un treintañero del que solo se sabía que era “gente de Luis” Videgaray.

Aurelio Nuño Mayer había estado a la vera del secretario de Hacienda durante la campaña presidencial, confeccionaban juntos las propuestas del candidato del PRI y luego encabezó el equipo de transición en el área educativa.

Por eso muchos lo imaginaron en la SEP. Hubo sorpresa y duda cuando llegó a la silla que han ocupado en administraciones anteriores personajes siniestros como José Córdova Montoya o Patricia Flores.


En tres años ahí, a Nuño no le reventó un escándalo de enriquecimiento ni de abuso de poder. Y además, lo elogiaban los secretarios de Estado que coordinaba, tanto como sus interlocutores del PAN y PRD con quienes participó en el Pacto por México. Un eficaz e inteligente facilitador, sin agenda personal.

Quizá por eso el presidente Peña decidió insertarlo en la carrera sucesoria: en 2015 lo nombró secretario de Educación, ruta natural para quien formó parte del “cuarto de guerra” que encarceló a Elba Esther Gordillo y fue estratega y pluma de la reforma educativa.

Aurelio Nuño no es un secretario más. Tiene la confianza del presidente y su bendición para buscar “La Grande”.

Su arranque en la SEP fue despampanante en forma y fondo: visitó escuelas como candidato en campaña mientras desmanteló el IEEPO; apareció diario en los medios mientras obligaba a los maestros a evaluarse; conseguía 50 mil millones de pesos para remozar escuelas mientras despedía profesores faltistas. Y casi sin raspones.

En el mundo de la política se decía: “Aurelio está imparable”.

Parece que ya paró. Tres muestras:

La depuración de la nómina de maestros luce escuálida: las ONG estiman que hay 20 mil aviadores; Nuño recortó a 2 mil y dijo que esos fueron los que encontró.

La evaluación a maestros se pospuso hasta después de las elecciones.