martes, 30 de diciembre de 2014

diciembre 30, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Las flores y los abanicos servían a nuestras abuelas para enviar mensajes a sus galanes usando el secreto idioma de los enamorados. García Lorca escribió en “Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores”: “...’Sólo en ti pongo mis ojos’, / el heliotropo expresaba. / ‘Soy tímida’, la violeta. / ‘Soy fría’, la rosa blanca. / Dice el jazmín: ‘Seré fiel’, / y el clavel: ‘¡Apasionada!’. / El jacinto es la amargura; / el dolor, la pasionaria... / Las flores tienen su lengua / para las enamoradas. / Unas llevan puñalitos, / otras fuego, y otras agua...”. También con el abanico decían cosas las mujeres de antes. Abierto, el abanico daba esperanzas. Cerrado era un rotundo “no”. Movido con lentitud daba a entender que la dama estaba recordando aquel momento que él sabía. Agitado con violencia manifestaba celos, despecho, enojo o desesperación. Otros ocultos medios de expresión había a más de ésos. En mi ciudad, Saltillo, la gente acostumbraba poner tras las rejas ferradas de los grandes ventanales saltilleros caracoles marinos -nostalgia del océano jamás visto- que las novias usaban para trasmitir mensajes a sus galanes. “Si el caracol apunta al barrote noveno, es que saldré a las 9. Si está puesto boca abajo, es que hoy no podré salir”. ¡Cuántos romances se trastocaban y morían porque los muchachillo de la calle cambiaban los caracoles de lugar! 


Pues bien: en este pequeño pueblo de Veracruz que apenas vi de paso, y cuyo nombre se me fue de la memoria -¿me lo podrá decir alguno de mis cuatro lectores?-, las muchachas se valen de sus sombrillas para decir que sí o que no. Aquí siempre brilla el sol. Brilla todo el santo día, y hasta de noche brillaría quizá si la luna lo dejara. Las muchachas en edad de merecer evitan a toda costa que ese sol sempiterno les oscurezca el cutis, pues no les gusta ser morenas; su orgullo de doncellas es tener rostro de alabastro. Así, primero saldrían a la calle sin calzones -perdón por la crudeza de la frase- que sin sombrilla. Ni a la puerta se asoman sin llevarla. Con ella se defienden de los exuberantes rayos de aquel unánime sol. Es un gozo verlas ir por la calle principal del pueblito -no hay otra calle- luciendo sus coloridos quitasoles. Sin palabras hablan esas sombrillas. Por principio de cuentas nos dicen que la mujer que lleva la sombrilla es soltera. Una vez que se casan las mujeres no se molestan ya en llevarla. ¿Para qué? Ya pescaron marido. ¿Qué caso tiene entonces seguir cargando el adminículo? Blancas o morenitas, nada importa: ya con marido les da igual. Como se ve, el mundo es el mismo en todo el mundo. Las muchachas de las ciudades cuidan también su aspecto cuando están de novias. Se peinan de salón; se pintan con el esmero que pone en su trabajo un falsificador de moneda. Pero, tan pronto se casan, algunas se vuelven fodongas, descuidadas; ya no se arreglan ni maquillan; andan dadas al catre en vez de andar dadas a la cama, es decir bien presentadas, atractivas. El atribulado maridito busca por todos los rincones de la casa a aquella hechicera encantadora que apenas ayer contemplaba con arrobo, y encuentra sólo una  gorgona en piyama de franela y pantuflas de peluche cuya sola vista convencería a cualquier hombre, aun al más urgido de mujer, de vivir en perpetuo celibato. Lo mismo sucede con el varón, hay que decirlo, pero ése es otro cantar. U otro contar. Regreso a las sombrillas. En este pequeño pueblo de Veracruz, me cuentan, las jóvenes casaderas usan sus quitasoles para enviar mensajes a sus cortejadores. Si un muchacho voltea a ver a una chica, y a ella le gusta el galán, la joven coloca la sombrilla de modo que el afortunado pueda mirarla a su sabor. Le está diciendo sin palabras: “Tú también me gustas. Ven; te espero”. Si a la chica el hombre no le gusta, entonces pone el quitasol de modo que no pueda mirarla, y así declara que no admitirá los galanteos del infeliz.  Cuando me contaron eso procuré fijar la vista al frente, y no mirar a ninguna de las muchachas que iban por la calle, no fuera que se tapara con la sombrilla y luego pidiera otras tres o cuatro adicionales para cubrirse aún más y expresar con claridad mayor aquel mensaje de rechazo. ¡Quién me iba a decir que alguna vez iba a sentir yo temor de una sombrilla!... FIN.