martes, 18 de noviembre de 2014

noviembre 18, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


“Oye, Marci”. “Me llamo Marciala” -respondía con enojo. Y nos amenazaba, terminante: “Si me dicen Marci no voy a voltear”. Los niños le decíamos entonces, por travesura: “Está bien, Marci”. Ella hacía un gesto de disgusto y murmuraba: “¡Éstos!”. Marciala era de rancho, pero se crió en la casa de mis abuelos. Era la criada. Esa palabra ya no se usa: se le considera políticamente incorrecta. En nuestros tiempos muchas cosas correctas son consideradas políticamente incorrectas, lo cual, si bien no limita las conductas, sí limita bastante los vocabularios. Las mujeres que antes se llamaban “criadas” se llaman ahora “trabajadoras domésticas”. Las putas de ayer son las “sexoservidoras” de hoy. Los únicos que no han cambiado de nombre son los políticos. A pesar del desprestigio de su oficio -desprestigio mayor que el de las... sexoservidoras- se siguen llamando con el mismo nombre: políticos. Deberían buscarse otro. “Procuradores del bien comunitario”, por ejemplo. Así podrían decir, abreviando: “Soy PBC, y si me dicen ‘político’ no voy a voltear”. Marciala pasó a ser nuestra criada. Cuando mi madre se casó sus papás le regalaron tres cosas para que se las llevara a su nuevo hogar: la vajilla grande que recibieron ellos como regalo de bodas; el cubrecama que tejió la abuela y, finalmente, Marciala. De las tres cosas Marciala resultó ser la más útil. Mi mamá, joven y mimada, no sabía de la casa, y cuando tuvo hijos tampoco supo de ellos. Marciala sí sabía. Sabía de la casa y de nosotros. Pero entonces no nos dábamos cuenta de lo que sabía: nos fijábamos sólo en lo que no sabía. Para divertirnos le mostrábamos el periódico y le decíamos: “Mira lo que dice aquí”. Ella pedía siempre: “Léemelo, porque traigo perdidos los anteojos y no veo bien”. Lo que pasaba es que no sabía leer. Cuando algo la asombraba decía: “¡Haiga cosas!”. “Fíjate, Marci, que el hombre llegó a la Luna”. “¡Haiga cosas!”. Inventábamos acerca de ella historias chocarreras, como aquella de la vez que le dolía la cabeza, y el doctor le iba a poner una inyección. Quiso saber Marciala: “¿Dónde me la va a poner?”. Respondió el médico: “Ahí”. Y señaló el lugar. Ella habría preguntado, recelosa: “¿Y qué tienen qué ver las nalgas con la cabeza?”. A nuestros amigos les contábamos esas invenciones para reírnos. Ella lo sabía, y no se enojaba. Nos volvía a decir: “¡Éstos!”. Mi padre viajaba mucho por razón de su trabajo, y mi madre lo acompañaba siempre. “Para que no te falte nada” -le decía. Pero a Marciala le confiaba su temor: “No sea que se encuentre por ahí alguna vieja”. Así, Marciala nos crió. Fue para nosotros papá y mamá. Mis padres faltaron, pero ella no nos faltó nunca. Ahora, anciana ya, vive en mi casa. El otro día vino a a visitarme un amigo de tiempos de la juventud. Heredó los negocios de su padre; tiene mucho dinero; aparece frecuentemente con su mujer en las páginas de sociales y en las revistas de lujo. Había conocido a Marciala en casa de mis papás. Cuando la vio sentada en la mesa donde íbamos a comer, con las ropas humildes que acostumbra usar, tímida, cortada por la presencia de aquel señor tan importante, mi amigo me llevó aparte, y con voz que no cuidó de bajar para que Marciala no lo oyera me dijo: “Oye: yo no me voy a sentar al lado de una criada”. “Despreocúpate -le respondí-. No te vas a sentar con ella porque ahora mismo vas a salir de mi casa”. Se lo dije con una rabia fría que ni siquiera tuvo el mérito de la indignación. No lo empujé, pues no soy dado a las violencias físicas, pero le abrí la puerta de la calle. Él salió mascullando maldiciones. Yo pude decirle otras mayores -incluso la mayor- pero no lo hice. Volteé solamente hacia Marciala y le dije: “¡Éste!”. Ni ella ni yo dijimos más, pero ella me miró en un modo que me conmovió... Hasta aquí el relato. Ahora soy yo el que habla -el que escribe-, y digo que cuando mi amigo me contó lo que acabo de contar lo elogié con palabras quizá más expresivas de lo necesario. Le dije que era hombre bueno, agradecido, etcétera. Él hizo el ademán de quien aparta de sí algo que lo molesta y me dijo con una sonrisa: “¡Éste!”... FIN.