lunes, 30 de junio de 2014

junio 30, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Historias del querido médico saltillense Carlos Cárdenas, el Rayito inolvidable. Decía que hay dos males que no se curan ni con todos los remedios conocidos: las reumas y lo pendejo. En cierta ocasión, al dar comienzo a una operación quirúrgica particularmente difícil, alzó los ojos al cielo e invocó: “¡Ilumíname, Virgencita!”. La enfermera movió la lámpara del quirófano para alumbrar mejor con ella el campo operatorio. Y dijo el Rayito: “Le estoy hablando a la de arriba, tonta. Tú ya ni eres”. Recuerdos de Jacobo M. Aguirre, poeta municipal, quien por sus cotidianas libaciones era llevado frecuentemente a la comisaría. Le preguntaba el gendarme de turno cuál era su ocupación. “Poeta” -manifestaba don Jacobo irguiendo toda su desmedrada estatura. Y el jenízaro anotaba: “Sin oficio conocido”. Anécdota de don Sabas, cuya señora se quejaba de que quería más a su perra, la Muñeca, que a ella. Un día don Sabas las encerró a las dos en el cuarto de los triques y las tuvo horas y horas en esa reclusión, sin agua ni comida. Cuando avanzada ya la noche les abrió la puerta, la mujer salió gritándole horribles maldiciones y dicterios; la perrita, en cambio, brincaba feliz lamiéndole la cara y meneándole la cola. “¿Lo ves? -le dijo don Sabas a su esposa-. La quiero más que a ti porque ella me quiere más que tú”. Relato del recién casado, rústico sujeto, que invitó a parientes, amigos y vecinos a la bendición por el cura de su nueva casa. Tras asperjar el agua bendita en la sala, el comedor y la cocina, el párroco llegó a la recámara, seguido por los invitados, y ahí le dijo al hombre: “Ahora le voy a bendecir el tálamo, para que usted y su señora tengan numerosa descendencia”. “Eso sí que no, padrecito” -opuso el tipo, terminante. “¿Por qué no, hijo?” -se sorprendió el sacerdote. Contestó el rudo individuo: “Porque no me voy a sacar aquí el tálamo para que me lo bendiga delante de tanta gente, sobre todo que hay señoras”. Evocación de la costumbre de llamar “recaditos” a las botellas pequeñas de la cerveza Carta Blanca. Memorias del Padre Rosendo, cura párroco de Arteaga, hermoso pueblo mágico vecino de mi natal Saltillo. Tenía vacas lecheras el señor cura. Y tres botes tenía para poner la leche que le daban: uno grande, marcado con la letra C; otro mediano, que llevaba la letra P, y el último, de menor tamaño, señalado con la letra A. Antes de verter la leche en ellos los ponía bajo el chorro del agua de la llave. Al tiempo que caía el agua en el bote grande, el marcado con la letra C, el Padre Rosendo rezaba un credo, y al término de la oración cerraba la llave. En seguida ponía el mediano, el de la letra P, y rezaba un padrenuestro. Por último le echaba el agua al bote más pequeño, el marcado con la A, mientras rezaba un avemaría. Luego, ya con el agua en los botes, terminaba de llenarlos con la leche. Sostenía don Rosendo que ciertamente era delito -y a lo mejor también pecado- echarle agua a la leche, pero que ni la ley humana ni los mandamientos divinos decían nada acerca de echarle leche al agua. Todas esas cosas, y muchas más de la misma sabrosura, las cuenta Luis Neftalí Dávila Flores, compañero mío de colegio, en su precioso libro “Saltillo-Arteaga-Ramos Arizpe y anexas”. (Esas “anexas” son la Ciudad de México, Nueva York, París, etcétera). Otro querido amigo, el licenciado Jesús Roberto Dávila Narro, lo presentó con gracia y donosura en el teatro de cámara de Radio Concierto, que resultó insuficiente para acomodar a todos los asistentes a la presentación de ese libro lleno de anécdotas y sucedidos de aquellas tres poblaciones, hoy casi una sola por la estrecha vecindad que el tiempo ha creado entre ellas, y que sin embargo siguen siendo diferentes entre sí, cada una con su genio y su ingenio, con su propio estilo y su distintiva personalidad. Yo digo que merecen elogio y reconocimiento quienes, aun sin ser escritores de profesión o cronistas oficiales, recogen los hechos y los dichos de la gente de un pueblo o una comarca y los ponen en papel. Esa amorosa tarea la cumplió con entrañable cariño y grata pluma Luis N. Dávila Flores. Ojalá en todos los sitios de México hubiera muchos como él, que al salvar del olvido a aquellos personajes nos salvan también a nosotros. FIN.