lunes, 29 de diciembre de 2014

diciembre 29, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


En las cocinas del Potrero de Ábrego se cuentan en las noches de invierno historias peregrinas junto al fogón donde borbotea la olla. Los hombres las acompañan con una copa -o dos o tres- del recio mezcal serrano que se acostumbra allá, al tiempo que las mujeres beben a tragos lentos su té de menta o yerbanís. Don Abundio es dueño de un rico acervo de esos relatos más antiguos aún que él, que anda rondando ya las nueve décadas. (“Yo no me quito los años -suele decir cuando habla de su edad-. Son ellos los que me quitarán a mí”). Hace su narración con voz grave y pausada, y no cambia nunca la expresión del rostro, sea la historia trágica o de risa. Él afirma haber oído ese “ejemplo” de labios de su abuelo, pero doña Rosa, su mujer, sostiene que son inventos suyos. “¿Cómo voy yo a inventar esas cosas? -se defiende él-. Ni que fuera licenciado”. Se vuelve a mí y aclara respetuoso: “No agraviando”. Uno de esos cuentos se lo escuché hace días. Según esto dos hombres de la ciudad se cansaron de la existencia urbana y decidieron ir a vivir en el campo. Adquirieron un pequeño rancho con la intención de cultivarlo por sí mismos. Como oyeron decir que necesitarían una mula para arar la tierra fueron al pueblo a comprar una. Entraron en la única tienda del lugar y le preguntaron al tendero si no tenía por casualidad una mula que les pudiera vender. El de la tienda, guiñando un ojo a los vecinos presentes, quiso divertirse a costa de la evidente ignorancia de los citadinos. Les contestó que en ese momento no tenía mulas “en persona”, pero que le acababan de llegar unos huevos de acémila excelentes, muy sanos y de mucha calidad, que en unos cuantos días les darían unas mulas preciosas. Los citadinos, después de una rápida consulta entre sí, le dijeron, cautelosos, que comprarían uno de esos huevos, para probar. Fue el abarrotero a la trastienda, pintó de negro una redonda calabaza y la entregó a los compradores, que pagaron buen precio por ella. Cuando iban de regreso a su rancho la calabaza se les cayó, y rodando fue a dar a una zanja. Fueron a recogerla, y en ese preciso momento salió de la zanja una liebre a todo correr. Uno de los tipos intentó perseguirla, pero bien pronto regresó exhausto y agotado. “Se me hace que nos robaron -dijo a su compañero-. Si así corre la mulilla ahora que está recién nacida, cuando crezca correrá más aprisa, y así no se puede arar”. Ríen los hombres con la historia, y las mujeres sonríen, aunque ya la han oído varias veces. Yo, por mi parte, pienso que después de 12 años volvimos a tener un régimen  priista que todavía está, podría decirse, recién nacido. Si aun así hemos visto lo que ya hemos visto, es necesario que la administración corrija el rumbo que ha tomado. No son los tiempos de antes. Si no cambia el actual gobierno sus procedimientos, así no podrá arar. Babalucas conoció a un irlandés. Le preguntó: “¿Cómo te llamas?”. Contestó el de Eire: “Patrick O’Sullivan”. “Decídete” -le pidió muy molesto Babalucas. Minucio Gorgojo, el herrero del pueblo, era muy bajito de estatura, a pesar de su oficio. Apenas levantaba del suelo 7 palmos. Tomando en cuenta que cada palmo mide aproximadamente 20 centímetros -la cuarta parte de una vara-, se entenderá por qué digo que Minucio era muy chaparrito. Sin embargo su corazón no era pequeño, y lo tenía lleno de amor a Florilí, hermosa lugareña. Un día la muchacha fue a la herrería y le pidió a Minucio unos clavos de herradura. Él los forjó ahí mismo, y cuando la muchacha le preguntó cuánto le debía él respondió que nada. Entonces ocurrió el milagro: la doncella le dijo al enamorado forjador que en premio a su trabajo lo dejaría besar sus purpurinos labios. La chica era muy alta, de modo que el infeliz Minucio no pudo darle el beso ni aun poniéndose de puntillas. Pero se le ocurrió una idea que sólo el amor puede inspirar: subió a su yunque, y entonces sí alcanzó la gloria de aquel anhelado ósculo. Luego le pidió permiso a Florilí de acompañarla hasta su casa. Ella accedió, pues la granja donde vivía estaba a 5 kilómetros del pueblo, y temía que en el camino le saliera un viejo. Llegados a la casa de la chica el herrero le pidió otro beso. Ella negó esta segunda gracia. Entonces le dijo Minucio con enojo: “Me hubieras dicho eso desde el principio; así no habría venido cargando el desgraciado yunque”. FIN.