pentagrama
Un mosaico. Esa es la imagen emblemática de la Feria Internacional de la Lectura Yucatán (FILEY. Libros de poesía, arte, narrativa y ensayo. Y un espacio especial: el Congreso Internacional de Literatura “Como México no hay dos, como Mérida ninguna”, organizado por la Universidad Autónoma de Yucatán y UC-Mexicanistas (Intercampus Research Program).
En la Cuarta Sesión del Congreso, efectuada en el Salón Sor Juana ayer jueves 12 de marzo de 4:15-6:00 pm, el tema central fue “Mérida mestiza, como un fresco relámpago”, se presentaron los escritores Óscar Muñoz González, María Teresa Mézquita Méndez, Fernando de la Cruz y Beatriz Espejo. La moderadora fue Celia Pedrero.
¿Por qué “Mérida mestiza, como un fresco relámpago”? Referencia paciana. Nuestro Nobel de Literatura escribió en una de sus estadías en Mérida, nomás llegar: “Entre la atmósfera deshabitada de las tres de la tarde, una mestiza, como un fresco relámpago, un relámpago vivo y súbito pero lleno de blanca desnudez, de inesperada y cándida frescura”. La mestiza es nuestra ciudad, la blanca Mérida.
Óscar Muñoz González presentó “Espacios culturales de Xíimbalarte”, bello cuadernillo auspiciado por Fundación Cultural Macay A.C. Xíimbal significa en maya paseo, andanza; pasear, para llegar al arte. Óscar habló sobre la exitosa Escuela Itinerante Creativa del Macay que ha abierto las puertas del arte a miles de escolares a partir de pinturas en acuarela, poniendo a su disposición el material necesario en un vehículo que recorre los 105 municipios del interior del Estado.
La obra de Óscar, a la que aquí enlazamos, es un intento logrado de hacer surgir al creador que todo niño lleva dentro y motivarlo dentro de su mismo entorno comunitario. Labor la de Óscar y por supuesto del Macay digna de aplauso.
La ponencia de Teté Mézquita fue sobre “Nuestra Mérida, las otras, las de todos”, tema en la que es reconocida experta a nivel internacional. Teté disertó sobre la hermandad entre las Méridas de España, Venezuela y por supuesto la nuestra; deseó que más que limitarse a un nivel de intercambio comercial, se fortalezca la unión cultural, que es lo que se propone el Premio Internacional de Poesía "Ciudad de Mérida", que organiza la Dirección de Cultura del Ayuntamiento de Mérida, Yucatán. Sin embargo, remarcó Teté, tenemos otras Méridas: la de Filipinas, que es pequeña, pues el archipiélago cuenta con más de 7,000 islas, entre ellas muchos islotes de apenas cien habitantes. También hay otras Méridas en México, señaló la periodista y escritora.
“Entre lo nuevo y lo mismo, vetas de oro en Yucatán” fue la plática de Fernando de la Cruz. El joven poeta, quien ha vivido en tierras del Norte y ha recibido diversos premios por una obra sólida, rinde esta vez un homenaje a nuestro suelo y nuestra gente. No sabemos si continúa con los encuentros literarios en el Café “Chocolate”, donde poetas –algunos muy buenos y otros muy malos-- sostenían reuniones donde el arte, la sensibilidad y la cultura eran el centro. Ojalá.
Beatriz Espejo nos trajo “Mérida en el recuerdo”. ¿Qué se puede añadir a lo dicho sobre la poetisa? Nos hizo saborear anécdotas: cuando más joven, su papá le decía: “Te veo un poco desanimada, ¿por qué no vas a Mérida?” o “Hija, cuando quieras buscar novio, ándate a Mérida”. Y nos habló del rico puchero de los domingos y del frijol con puerco de los lunes.
Y como todo en las artes y las letras se entrelaza, termino con un poema que me recordó Beatriz Espejo de alguien que comía puchero en el día que no tocaba comerlo: el papá de Eduardo Hurtado. (Poema publicado en 2001 por Letras Libres).
El comensal
Comer era tu forma
de religiosidad.
En la mesa ordinaria
presidías el acto tribal
que sustentaba
tu acuerdo con la vida.
Formado al margen
de tu talante jacobino,
yo asociaba tus raptos gastronómicos
con mi devota idea de la gloria.
Los viernes de puchero, por ejemplo,
la corte celestial te circundaba,
padre opulento y campechano,
para verte anegar
en el plato colmado
los trozos de tortilla requemada,
cucharas comestibles
ungidas con el rabo
de un candente habanero,
lloviznadas apenas
con minuciosa picadura
de cilantro y cebolla.
Artífice del puch,
desmenuzabas
con proverbial codicia
los cilindros de plátano,
las calabazas indulgentes,
los granos de maíz,
las fervorosas papas,
las coles, los chayotes,
los retazos de res
y los torneados muslos de gallina,
para mezclarlo todo y acordarlo
con el cuerpo imperante del arroz,
como se mezclan en los sueños
la vida y sus rumores.
Pero el cielo y su fama
jamás te consolaron.
Frente a la mesa exuberante,
flanqueado en realidad
por un visible coro de tragones,
establecías con tus hijos
el pacto indispensable
de gracia y buena fe.
Rehenes de la misma
porción descuartizada
y del mismo ritual escrupuloso,
los cinco de la prole confirmábamos
con el vientre repleto
la alianza con el padre hospitalario.
Era el momento en que,
traído con las nubes por el viento,
un Odiseo poderoso
venía a relevar al padre errático
que te abandona en medio
de un palacio sitiado.
Ahora,
cuando en mi propia víspera
reconstruyo tus diarios descalabros
al surcar la ciudad
con tu indumento deslucido
y la embriaguez a cuestas;
al verte,
desde la orilla de mis pérdidas,
volver a casa derrengado
a sortear los legítimos
reproches de la madre;
ahora, en mis propios
cincuenta irreparables,
reconozco que siempre compartimos
el mismo desconcierto.
Mi soledad era la tuya,
era nuestro el afán impracticable
de conjurar la muerte cotidiana.
En la mesa y contigo
toda la vida era sagrada.
¿Cuántos virtuales finamientos
esquivaste a la hora de atacar
las raciones de puerco que asomaban,
redentoras,
en el oscuro caldo de frijol?
Sanabas de carencia
y nos sanabas
al triturar los rábanos crujientes
y los chiles toreados,
o en el instante primordial
de beberte hasta el fondo,
con la frente perlada
de un sudor provechoso,
una botella de cerveza.
No lo supiste nunca,
mi dudoso muerto,
no estaba entre tus planes,
pero en la hora recurrente
en que el pequeño comedor
era el centro del mundo
me inculcaste la rara certidumbre
de ser contemporáneo de los dioses.
Estos días, en casa,
entre perol y transgresiones,
entre sabores familiares
y huesos de animales inmolados,
los nietos multiplican
la usanza inaugural
de recocer la vida
en la bolsa caliente del estómago;
y al remedar, a ciegas,
las líneas más recónditas
de tus modales voluptuosos,
los días de puchero conmemoran
un episodio mítico.
Ardiente comensal:
andas aquí,
junto a la lumbre y los recaudos;
estás deseoso y sangras
de una sangre sin duelo.
Siempre intuiste, Eduardo
—semilla del asombro,
faringe, corazón, entrañas, pecho—,
la curva trascendente
de tus devoraciones:
convocado al festín
por el tangible aliento de las ganas,
en cada deglución
estrenabas las horas,
te hacías cargo del presente. -