Ricardo Raphael / Política Zoom / 15-VII-19
La carta de renuncia y las explicaciones públicas ofrecidas por Carlos Urzúa Macías desnudan a un hombre deshonesto.
Mientras en su texto de dimisión acusó a Alfonso Romo, jefe de la oficina de la Presidencia, como un personaje influyente “con un patente conflicto de interés,” en entrevista otorgada a Hernán Gómez Bruera, el exfuncionario rehízo la versión: “no estoy diciendo que eso haya pasado en el caso de Romo, no me consta.” (Proceso 2228)
¿Es patente el conflicto referido, pero no le consta? En buen español esto se llama intriga.
Abunda que habría deseado no ver al hijo de Alfonso Romo como accionista de la casa de bolsa Vector, para evitar que el acceso a información privilegiada pudiese beneficiar sus negocios.
Entre los deseos de Urzúa y lo que dice la ley hay un océano de distancia: no hay norma en México que fuerce a los hijos de los servidores públicos a renunciar al libre ejercicio de su profesión; no importa que se trate del jefe de la oficina presidencial o del presidente mismo. El día que suceda lo contrario, habrá que hincarse ante el altar de la arbitrariedad.
Lo que Urzúa no dice es que, en el fondo, él tiene dos razones muy grandes para detestar a Romo. La primera se relaciona con la proximidad política que el exfuncionario sostiene con el presidente del grupo Femsa, José Antonio Fernández Carbajal —El Diablo—, y la segunda, que Carlos Urzúa no fue ni la primera, ni la segunda, ni la tercera opción del presidente López Obrador para ocupar la cabeza de la SHCP —y que Alfonso Romo tuvo la responsabilidad de intentar, sin lograrlo, convencer a los otros candidatos.