HIROSHIMA, Japón, 5 de agosto.- Shozo Muneto escuchaba atentamente desde la ventana en casa de sus padres el zumbido del bombardero B29 que se recortaba sobre un resplandeciente cielo azul. Poco antes había cesado la alarma: el miedo a un ataque aéreo era injustificado, decían. Sin embargo, de pronto una violenta explosión derrumbó la vivienda de este joven de 18 años, dejándolo enterrado bajo los escombros.
Eran las 8:15 horas locales. A mil 300 metros de allí, el bombardero estadunidense Enola Gay que Muneto había contemplado sin presentir lo que se venía lanzaba la bomba atómica Little Boy sobre Hiroshima.
"Cuando me desperté, confundido, veía nubes negras", recuerda este hombre de ahora 88 años. Entre los escombros, los supervivientes deambulaban "como fantasmas", con la piel hecha jirones. Bañado en sangre, Muneto llevó a su madre hasta un saturado hospital donde "por todas partes se escuchaban gritos". El calor del verano condensaba aún más el hedor de los cadáveres en las habitaciones del centro médico.
Jóvenes rezan por los muertos de Hiroshima. (Reuters) |
Como consecuencia de la radiación, Muneto sufrió leucemia, pero logró sobrevivir. Aún, en uno de sus brazos hay restos de metralla y, cuando realiza un esfuerzo, en su piel aparecen unas manchas azuladas. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, estudió teología, migró a Estados Unidos y se hizo pastor. Desde entonces no se cansa de contar a generación tras generación el horror que vivió, para que jamás vuelva a repetirse. Sentado en una pequeña iglesia cristiana de su ciudad natal, su voz suena débil y triste.