viernes, 25 de noviembre de 2016

noviembre 25, 2016
CIUDAD DE MÉXICO, 25 de noviembre de 2016.- La primera dama Angélica Rivera, es un personaje “blindado”, no se le permite hablar, sólo mostrarse, y ante el silencio que provoca ese blindaje a su alrededor se han generado “un espacio de habladurías” de noticias ciertas e inciertas, afirmó la periodista Sabina Berman.

La también escritora escribió un reportaje para la revista Vanity Fair en el que personajes cercanos a Rivera, algunos identificados y otros no, hablan de cómo la imagen de ella se ha desplomado y se deteriora cada vez más tras la publicación del reportaje sobre la “Casa Blanca” realizado por el equipo de investigación de Carmen Aristegui y que a la postre provocó su salida de MVS Noticias.


 Publica Vanity Fair: Desde el día uno del mandato de Enrique Peña Nieto, la vida de su familia cambió. Una esposa con hijas acostumbradas a los reflectores ahora serían asediadas no por la prensa rosa o de espectáculos, sino por la de política nacional e internacional, por los mejores periodistas de México y el mundo. Desde el escándalo de la llamada “casa blanca”, desvelado por el equipo de Aristegui Noticias, nada volvió a ser igual para la actriz y ahora primera dama, Angélica Rivera.

En un texto escrito por Sabina Berman, amigos y gente cercana a Rivera hablan sobre cómo ha cambiado la vida de una mujer que se hizo ultrapopular luego de protagonizar la telenovela que le otorgó el mote de “La Gaviota” y, más tarde, por contraer nupcias con el gobernador del Estado de México que ya brillaba para ser el próximo presidente.

Su vida detrás de las cámaras, un matrimonio que aunque parece de telenovela no lo es del todo, una imagen que se ha ido desgastando hasta llegar al desprestigio, Angélica Rivera vive los últimos años del mandato de su esposo en un plano un tanto oculto, con un blindaje que luce muy distinto dentro que fuera de él.

Aquí puedes leer un adelanto del texto de la portada de la edición impresa de diciembre 2016.

El 15 de septiembre de este año, Día de la Independencia, el presidente y la primera dama salieron al balcón para saludar al pueblo que los esperaba en el Zócalo, pero los vivas de otros años no estallaron. Los trescientos mil ciudadanos allí reunidos guardaron silencio, un silencio que debió sonar atronador en los oídos de la pareja presidencial. ¿Qué diablos estaba sucediendo?

El equipo de comunicación de la primera dama había informado a la nación que esta vez ella no estrenaría un vestido, usaría un modelo del diseñador mexicano Benito Santos que había llevado en su visita reciente a los reyes españoles: un sacrificio para solidarizarse con las penurias económicas del país. Pero ni por ese ahorro al erario, los mexicanos lanzaron vivas. Tampoco las lanzaron por la aparición en el balcón de los seis hijos de la pareja. Parecían una multitud recortada en cartón, y hasta que el presidente jaló el cordón que hacía batir la campana de cobre, y gritó el nombre de un héroe patrio entre cada jalón y campanazo, no revivieron y gritaron “¡Viva México!”. Fue cuando los cohetes del festejo reventaban en el cielo negro, tiñéndolo de colores, y mientras la familia presidencial admiraba en lo alto la pirotecnia, que ocurrió el segundo desaguisado de la noche: la primera dama le tomó la mano al presidente y él, brusco, la retiró. Un rechazo pequeño, una mano que se retira de otra, pero transmitido a todos los televisores del país, la mayor parte encendidos en ese momento, como parte de la tradición del Día de la Independencia.

La impopularidad y los desaires son una novedad para Angélica Rivera. Después de todo, antes de ser la primera dama de México, fue una de las actrices más queridas por la gente. Amada por su belleza física y su cordialidad, por su sinceridad alegre y por su discreción, siempre heroína en las telenovelas y nunca villana, lo natural para ella era toparse con filas de adoradores esperando turno para pedirle un autógrafo, que posara un instante en la fotografía para el recuerdo, o para tener la oportunidad de mirarla a los ojos un instante. Y no, tampoco se trata de que la impopularidad del presidente Peña Nieto, según las encuestas desplomada en un 19% de simpatías, eclipse la popularidad de su esposa cuando aparecen juntos. Al hacer ella sola acto de presencia en cualquier lugar muy atendido, suscita lo que deben parecerle alucinaciones maléficas. Recientemente, en el concierto de su amiga Ana Gabriel, cuando la cantante desde el escenario la presentó ante los diez mil mexicanos que llenaban el Auditorio Nacional, al ponerse en pie Angélica con una mano en alto para saludar, una ola de silbidos y abucheos colmó el espacio.

“Me da la impresión que la primera dama no está contenta en su papel”. Lo dice la esposa de un gobernador que la ha tratado en ceremonias oficiales y conoce las cuitas de estar casada con un hombre de la política. “En mi caso yo he tenido un entrenamiento largo. Desde la adolescencia milité en un partido, yo misma he ejercido puestos públicos y, como su pareja, lo he acompañado desde mandos medios hasta una gubernatura. Creo que la rudeza que priva en el mundo de la política, aun si a menudo queda emboscada bajo apariencias amables, no era lo que ella esperaba”.

Más bien la suerte de la primera dama evoca una pesadilla común en el gremio de los actores. El que sueña, se descubre en un escenario de una obra que no reconoce, sabe que se espera que en algún momento diga sus líneas, la angustia le cierra la garganta, sin darlo a notar quiere localizar un libreto donde buscar su papel y, en lugar de eso, se topa con un público de mil ojos que ante el pasmo del actor desorientado empieza a impacientarse.

Es verdad, antes de ser primera dama, en su vida como actriz, Angélica Rivera nunca se interesó por la política. “Nunca la oí hablar de política”, cuenta la actriz Patricia Reyes Spíndola, cercana a ella en esos tiempos, y aún hoy. Un día en el camper de maquillaje, la maquillista, que además de delinear cejas era vidente, le leyó las cartas y le auguró que se casaría con un hombre muy poderoso por el que dejaría la actuación. “Angélica se rió, no creyó nada, y se fue a actuar la siguiente escena”. La interpretación la hacía feliz, y además le permitía ser el sostén económico no solo de sus hijas, también de sus hermanas y su madre. (apro / Vanity Fair)