jueves, 22 de septiembre de 2016

septiembre 22, 2016
MADRID, España, 23 de septiembre.- Escribe Diego A. Manrique en El País: A los 67 años, que cumple hoy mismo, Bruce Springsteen se encuentra en un impasse ahora frecuente entre la primera división del rock: sus discos cada vez tienen menos impacto mientras que aumenta el tirón de sus directos. En el caso de Bruce, se advierten matices llamativos: atrae a un público más fiel y fervoroso en Europa que en su propio país. En Estados Unidos, Springsteen es víctima de la polarización política entre republicanos y demócratas: algunos de sus antiguos fans deploran sus posturas progresistas y no se privan de señalar una supuesta incongruencia con su estilo de vida de multimillonario.

Su autobiografía, Born to Run (Literatura Random House), que sale a la venta el 27 de septiembre en todo el mundo, tiene algo de rendición de cuentas. Aunque no estamos ante una esfinge a lo Bob Dylan: Bruce ha sido muy locuaz en sus entrevistas y en los extensos parlamentos que usaba en los escenarios. De hecho, sus seguidores reconocerán su voz sobre el papel: esos puntos suspensivos que equivalen a las pausas dramáticas, las frases en mayúscula que merecerían un redoble de la batería de Max Weinberg, esas ristras de palabras que aspiran a evocar lo inefable.

Algún malvado podría preguntar si realmente hay algo nuevo que contar sobre Bruce Springsteen: su vida y obra han sido exploradas en docenas de libros. Tiene incluso un biógrafo oficioso, Dave Marsh, integrado en su entramado profesional: está casado con Barbara Carr, la lugarteniente de su manager, Jon Landau. Marsh ha publicado cuatro tomos sobre Bruce entre 1979 y 2006.


Pero resulta que sí, que la epopeya se puede revivir con poesía y elocuencia: Born to Run contiene párrafos formidables. Cuando es necesario, también recurre a la crudeza. Springsteen retrata la pobreza de su infancia y juventud. Dos tribus urbanas conviven en su rincón de New Jersey: los ra-rahs (pijos, diríamos aquí) y los greasers (macarrillas); Bruce parece condenado a ser eternamente un greaser. Aunque, eso sí, con éxito entre las mujeres, sobre todo cuando enchufa su guitarra eléctrica.

Hermana embarazada

Pero su familia va a la deriva. Su hermana Virginia se queda embarazada a los 16 años, aunque “nadie se dio cuenta hasta que estuvo de seis meses”. En 1968, sus padres y su otra hermana, Pamela, emigran a California y Bruce malvive con sus amigos, contando cada centavo. Literalmente: no quisiera destripar la historia del día que debe pagar el peaje del túnel de Lincoln y le falta una moneda. El clima social en Freehold, New Jersey, es áspero: tras ser arrollado (por un Cadillac del 63, especifica), en el hospital intentan cortarle la melena.

De vez en cuando, le suelen detener por faltas tales como hacer autostop (en su mundo, la principal función de la policía consiste en mantener a raya a la plebe). Le toca a su madre acudir a pagar la fianza y sacarle de la comisaría. Adele, con raíces napolitanas, es el corazón de los Springsteen, aunque Bruce todavía lamenta que su marido acaparara las dosis grandes de amor.

En verdad, Born to Run podría haberse titulado Mi padre y yo. Douglas Springsteen era un hombre frío y duro, lacónico y amargado. Escatimó cualquier muestra de cariño hacia su hijo, que, todavía hoy, apenas puede contener su frustración. En 1994, después de recoger un Oscar por la canción Streets of Philadelphia, Bruce vuela desde Los Ángeles al norte de California para “plantar la estatuilla ante él”. Su progenitor reconoce su error: “Nunca más le diré a nadie lo que tiene que hacer”. A su modo torpe, el viejo ha intentado compensarlo: le lleva a pescar a México, en una expedición desastrosa; mientras navegan en un peligroso cascarón, Bruce no puede evitar pensar que podría haberle pedido el yate a su amigo Ted Turner.

Con el tiempo, diagnostican que Douglas sufre de esquizofrenia esquizoide. Y Bruce descubre que algo hay en el rumor de que los Springsteen tienden a sufrir problemas mentales. La revelación de Born to Run son sus rachas de depresión, que le han amargado las últimas décadas. Ahora superadas gracias al psicoanálisis y la medicación, asombra saber que ni siquiera se enteraron los “hermanos” de la E Street Band.

Destaquemos lo obvio: para Bruce, la música ha tenido prioridad; solo cuando llegaron los hijos con Patti Scialfa (no por casualidad una integrante de su grupo) empezó a repartir sus energías. La música propia y la ajena: Springsteen alcanza cumbres de lirismo cuando habla del impacto de determinados artistas y canciones en su existencia; tiene lógica que el manager que ha llevado la mayor parte de su carrera sea un antiguo crítico de rock.

Desde 1971, Bruce ejerce de capitán de su barco: no admite la democracia en su planteamiento artístico. Ha estudiado las trayectorias de las grandes estrellas y no cree en el “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Es un perfeccionista, un fanático del control. Reconoce que su comportamiento no siempre ha sido modélico con la tropa de la E Street Band, aunque —ante una petición de aumento salarial— alardea de ser un jefe extremadamente generoso. Tampoco se arrepiente de su implacable modelo de negocio: lejos de los clubes y teatros en los que forjó su leyenda, se ha especializado en conciertos en espacios masivos, compensados —se supone— por su larga duración. Aunque inicialmente rechaza la música de los Grateful Dead, termina entendiendo que han logrado algo muy grande: crear una comunidad.

No teman: aún después de devorar Born to Run, quedan muchos misterios por aclarar. Asombra que —disculpen— un provinciano poco educado, con escaso acceso al universo cultural, saliera con canciones tan literarias como las que le ganaron la confianza de John Hammond y otros exquisitos neoyorquinos. Algunas estaban alimentadas por vivencias (la gloriosa Rosalita habla de la primera novia con la que tuvo intimidad sexual) pero también latía una extraordinaria ambición creativa, que supo alentar Landau. Finalmente, Born to Run avisa de que todavía queda gasolina en su motor.
A marchas forzadas

En contra de lo habitual, Bruce se lanzó a escribir Born to Run sin contrato editorial. Con el proyecto avanzado, pactó con Simon & Schuster un adelanto de nueve millones de euros. Se vendieron los derechos en diferentes idiomas y los traductores comenzaron a trabajar sobre un texto incompleto. El libro parece haberse rematado a matacaballo.

Concebido para una lectura amena (79 capítulos cortos), no parece haber pasado una edición rigurosa. Se reiteran anécdotas y descripciones; puede ocurrir que un viaje comience en un Dodge y termine en un Pontiac. Abundan los patinazos en fechas: hacia 1971-1972, cuando ya encabeza la Bruce Springsteen Band, dice que ignoró Woodstock. El festival fue en 1969, una errata que un buen editor habría detectado.