jueves, 12 de mayo de 2016

mayo 12, 2016
BARCELONA, España, 12 de mayo.- No vuela la imaginación: esta es la auténtica realidad.

Un inspector antidopaje salta por la ventana de la habitación de su hotel en Saransk, a 500 kilómetros de Moscú. Huye campo a través. Lleva consigo decenas de muestras de deportistas rusos. Las ha recogido algunas horas antes. Tras él corren varios policías rusos. Intentan impedir que las muestras salgan del país. La información que contienen es fundamental. Si trascienden, el sistema de dopaje de Estado ruso saltará por los aires.

El inspector logra huir. Sale del país, y se lleva las muestras.

El resto se sabe.

Ahora mismo, el atletismo ruso está excluido de toda competición internacional. Y mucho tendrán que cambiar las cosas para que sus atletas puedan participar en los Juegos de Río, este verano.

(Cameron Spencer/Getty Images )

Hay más historias.

En febrero, dos colaboradores de Grigori Rodchenkov, expertos en la lucha antido-paje, murieron por causas que se ignoran...

The New York Times desveló hoy una parte de esta historia. ¿Su fuente? Bryan Fogel, un director de cine que prepara un documental sobre el doctor Rodchenkov. Durante tres días, Fogel entrevistó a Rodchenkov.

Y este ha hablado.

Y mucho.

Hay muchos focos siguiendo los pasos del doctor Rodchenkov: en el 2014, el hombre dirigía el laboratorio olímpico de Sochi, sede de aquellos Juegos Olímpicos de Invierno.

Algo de lo que allí pasaba ya se sabe. O se sospecha. Se sospecha que allí se cambiaron decenas de muestras de orina. Es algo que había confesado el mismo Rodchenkov en su día, en noviembre, después de que la Agencia Mundial Antidopaje (AMA) le hubiese señalado con el dedo.

“Mientras la gente celebraba los títulos de nuestros campeones, nosotros permanecíamos encerrados en el laboratorio, cambiando las muestras de orina –ha dicho Rodchenkov ahora–. ¿Puede imaginarse cómo estaba organizado todo aquello?”.

Nos lo cuenta.

Dice que trabajaban de noche, en turnos de cuatro horas. A la luz de una discreta lámpara. Llegaban médicos, les pasaban frascos de orina por la ventana. Los recogían. Los manipulaban durante unas horas.

Y los entregaban al día siguiente, limpios de polvo y paja...

Rodchenkov no ofreció una cifra exacta. Tan sólo, una aproximación. Habló de decenas de muestras manipuladas. Tal vez, un centenar. “Estábamos perfectamente equipados. Teníamos conocimiento y experiencia. Nos habíamos preparado para Sochi mejor que nunca. Trabajábamos como un reloj suizo”.

Tan bien lo hizo, que el presidente Vladímir Putin le concedió la prestigiosa Orden de la Amistad. Lo hizo al cierre de los Juegos.

Luego, todo se torció.

Se sabe que la AMA se tiró a la yugular de Rodchenkov. Le acusó de dirigir un sistema de dopaje de Estado e incluso de extorsionar a varios atletas rusos. Se le acusó de pedirles dinero para manipular sus muestras. Rodchenkov admitió parte de la culpa. Confesó que había dopado a decenas de atletas. Dijo que mezclaba tres sustancias en un cóctel.

De la extorsión, ni hablar.

Rodchenkov también dijo que toda esta historia no es cosa suya. Ni mucho menos. En noviembre, confesó a The Times que el hombre en la sombra era Vitali Mutkó, ministro de Deportes ruso. Dijo que Mutkó estaba al corriente de todo.

“Seis meses antes de los Juegos de Sochi, me reunía una vez a la semana con el ayudante de Mutkó, Yuri Nagornykh, en una oficina de la segunda planta del ministerio, en Moscú”, dijo.

También dijo que la presión a la que estaba sometido era insoportable.

La administración Putin se jugaba muchas cosas en Sochi. Pretendía utilizar el evento como plataforma de propaganda. Debía convertirse en el escaparate del país. Mostrar su poder global. Borrar la imagen que había ofrecido en los Juegos previos, en Vancouver 2010, sólo sexta en el medallero.

Rusia se había gastado miles de millones de dólares en reconstruir Sochi. No debía parecer un balneario de vacaciones, sino un paraíso para los deportes de invierno.

Por unos días lo logró. Sumó 33 podios, trece oros. Mucho más que nadie.

¿Para qué? Ahora es un sonrojo. (Sergio Heredia / La Vanguardia)