lunes, 25 de abril de 2016

abril 25, 2016
León Krauze / Epicentro

La democracia estadounidense, ese supuesto modelo de libertad y justicia política, enfrenta un desafío mayúsculo: sacar a flote el proceso de nominación de al menos uno de los dos principales partidos políticos del país en una conclusión que, incluso en el mejor escenario, estará lejos de los más básicos estándares democráticos.

Es posible que Trump llegue a la convención del partido con un margen considerable en el número de votos y de delegados, pero aún no con la mayoría necesaria para asegurarla (mil 237 delegados)

Imagine el lector el siguiente escenario. Usted se identifica como votante activo de un partido político. Como a millones más, a usted le interesa tener voz en el proceso de selección del candidato o candidata que lo representará en la elección presidencial de su país. A diferencia de otros sitios, el aspirante de su partido se elige en un proceso democrático de votación, en el que lo que teóricamente cuenta es la voluntad de los miembros del partido, no los caprichos de su cúpula. El día de la elección primaria se levanta usted temprano y se dirige a la urna, donde en efecto sufraga por su candidato favorito, que gusta a mucha gente pero disgusta y preocupa a mucha más. Gracias al voto de gente como usted, el candidato en cuestión gana su estado. Otros millones de votantes, como usted, le dan el triunfo en varias otras entidades. Si la elección se calculara aritméticamente, su candidato probablemente rozaría la mayoría y ciertamente encabezaría las preferencias electorales y el número total de votos individuales. Su candidato probablemente ganaría incluso en una hipotética segunda vuelta contra su más cercanoperseguidor. Es decir, en un proceso realmente democrático, su favorito conquistaría con todo merecimiento la nominación de su partido.

En seguida suponga lo siguiente. Por razones de farragosa explicación, el sistema electoral que su partido ha adoptado desde hace años no concluye con el conteo de los sufragios de votantes de carne y hueso como usted. Las reglas de su partido indican que el voto total de los individuos se traduce en un número determinado de representantes (delegados) que irán a la plenaria del partido a elegir formalmente al candidato. Con toda razón, usted espera que estos delegados respeten la decisión de los votantes a los que representan y apoyen al aspirante que realmente ha ganado en cada estado, así les parezca personalmente repugnante o políticamente despreciable. En otras palabras, usted confía en que su representante honre la voluntad que usted, como millones más, ha, pues sí, delegado en él. Ahora imagine que el delegado no sólo no respeta la encomienda original de los votantes que dice representar, sino que, llegada la hora y aprovechando las reglas barrocas del propio partido, se inclina por otro candidato, que lejos estuvo de ganar en las urnas el favor de los electores. Piense usted que ese desprecio por la voluntad real del votante se repite con las delegaciones de otros estados y, a final de cuentas, el aspirante que había llegado a la plenaria del partido con el mayor número de votos pierde la candidatura. Así, la minoría pasa por encima de la voluntad de la mayoría y elige a quien le da la gana, antes que a la persona favorecida por el mayor número de votantes en un proceso de votación que duró meses.

¿Qué opinaría usted? ¿Sentiría que el partido ha respetado su voto? ¿Diría que el proceso ha sido democrático? Naturalmente, no.

El escenario anterior es, hasta el momento, el desenlace más probable de la batalla por la candidatura republicana a la presidencia de Estados Unidos. Es enteramente posible que Donald Trump llegue a la convención del partido en Cleveland con un margen considerable en el número total de votos y una ventaja equivalente en el número de delegados, pero aún no con la mayoría necesaria para asegurarla (la cifra mágica es de mil 237 delegados). Si Trump no logra imponerse en la primera ronda de votos en la convención (en la que la gran mayoría de los delegados están teóricamente obligados a defender al candidato ganador de su estado o distrito), las reglas del Partido Republicano darían paso a una segunda ronda de votación en la que muchos de los representantes de los electores ya no están sujetos a la intención de voto original. En ese escenario, Trump probablemente perdería la candidatura, cediéndola ya sea a Ted Cruz o, en el colmo de los descaros antidemocráticos, a otro aspirante que ni siquiera ha hecho campaña (¡imagine usted el absurdo!).

Es verdad, por supuesto, que Trump conocía los estatutos desde el principio de la contienda. Pero el conocimiento previo de las reglas no atenúa su carácter antidemocrático. El eventual robo a Trump podrá ser legal, pero sería también antidemocrático. En caso de que así ocurra, el Partido Republicano pasará las de Caín tratando de explicarle a millones de electores cómo y por qué su sistema optó por ignorar meses y meses de elecciones primarias para operar una candidatura opuesta a la voluntad, si no de la mayoría absoluta, sin duda de la mayoría simple de los votantes. Por eso, más allá de qué tan repugnante resulten sus ideas, Donald Trump tiene cierta razón cuando insinúa que su partido quiere robarle la candidatura y advierte lo difícil que resultará venderle semejante jugarreta a un electorado tan profundamente indignado como el que ha votado por él en los últimos meses.