domingo, 20 de diciembre de 2015

diciembre 20, 2015
Eduardo Ibarra Aguirre / 21-XII-15

Oportuna es la ocasión para compartirle uno de los 99 testimonios que forman el volumen digital Remembranzas y que usted, amable lector, puede leer en:

Seguramente era una costumbre acudir a la cena navideña del Tío Pancho, pero la que mejor recuerda él es la del 56 del siglo pasado. Y sobre todo porque está registrada en la imagen fotográfica que aún conserva.


Los rostros de los cinco colocados en la mesa a la espera de los suculentos platillos son contrastantes, inconfundibles. El niño y su padre tienen una mirada triste, de sabedores que ése no es su lugar, en el que ordinariamente festejarían la Noche Buena, salvo por su condición de invitados, una vez al año.

Pancho –el hermano mayor de don Catarino, padre éste del niño de la camisa de franela de cuadros color café–, tiene la alegría dibujada en el rostro, con el brazo derecho sostiene a la altura de su cara a Enriqueta, su nieta política.

Enseguida se encuentra Bertha Adriana, la hija menor de don Catarino y hermana del niño de la camisa a cuadros, con la felicidad infantil dibujada en el rostro y con un pandero en lo alto de la mano derecha. Formada en los valores de la doble moral que practicaban los tíos Pancho y Jesusita, no alcanza a distinguir bien a bien que están frente a ella su padre y su hermano.

Es la típica foto de la cena del 24, utilizada para las apariencias llamadas entonces sociales, la de una convivencia familiar ausente durante 364 días del año y presente sólo durante unas cuantas horas de una noche.

Jesusita hizo lo indecible para que aquel niño no naciera. Persuadió hasta el hartazgo a la madre, también la acosó con el pretexto de que seis hijos eran demasiados. Doña Graciela se mantuvo firme: “Este hijo va a nacer y nadie me lo va a impedir”.

La determinación de la embarazada fue afrontada de las peores y más execrables maneras. Intrigó al marido y fracasó La tía Chucha. Contrató a un hombre para que se introdujera por la noche a la casa de doña Graciela antes de que llegara el marido para sembrar la duda, la cizaña sobre la paternidad del niño. Tampoco funcionó el ardid de la primitiva espanta cigüeñas sin las mínimas condiciones médicas.

Nacido el niño le declaró todo su amor, admiración y hasta le quiso poner nombre. Tampoco lo logró. Pero siempre le dijo Quico en honor al tío paterno.

Acaso fue en esa Navidad que el de la camisa de franela se divertía “como enano” –decían en los 80 y 90 del siglo pasado– con el encendido de cuetes y palomas. Y con su notable falta de pericia, tantos y tantas encendió que acabó por estallarle muy cerca de la mano una y dentro de la poca sensibilidad que le quedó, la recuerda gorda, gruesa, ardiente. A partir de entonces guardó respetuosa distancia respecto de tal artefacto peligroso.

Una docena de años más tarde, el otrora niño visitó a los tíos que abandonaron Matamoros para instalarse en Ciudad Juárez, bajo la interesada persuasión del pederasta Roberto –muy bien protegido con alevosía y ventaja por su madre– y la primera sorpresa que recibió es que Pancho se encontraba dos metros bajo tierra.

–Hijo, tu padre murió llamándote –le platicó Jesusita sin que el sobrino se conmoviera.

–¡Fíjese, nada más! –Contestó por educación con la viuda, quien ahora padecía la pobreza gracias a su protegido hijo Roberto.

–Él siempre supo que llegarías muy lejos, hijo –remató la temida y temible señora.

–Gracias, tía –le dijo sin escuchar por primera vez la reprimenda: ¡Sí, señora, aunque te tardes más!

–Imagínate lo orgulloso que estaría si supiera que estudiaste en Berlín.

Repitió la fórmula convencional para responder: Gracias tía.

Acuse de recibo

Agradezco los deseos que enviaron con motivo de las fiestas decembrinas: José Luis Musi Nahmías (penitenciarista y psicólogo), Genaro Rodríguez Navarrete (docente en periodismo), Néstor Fernández Verti (consultor), Mireya Elisa Vega (promotora cultural), Jesús Morquecho (asesor en comunicación en Monterrey, Nuevo León), Juan José Dávalos (docente de la Facultad de Economía de la UNAM), Enrique Hefferan Jaime (presidente de AMIDA), Humberto Hernández Haddad (abogado), Humberto Castañeda Cárdenas (consultor) y Colette Louise Wall (escultora, desde Ciudad del Cabo, Sudáfrica), todos ellos integrantes del casi veinteañero Grupo María Cristina. También Laura Cervantes Ramírez (activista social), Rubén Eduardo Soto Díaz (director del Museo de la Caricatura y la Historieta en Anenecuilco, Morelos), Mario Luis Altuzar Suárez (director de Arcano Radio en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas) y Gabriela Gorjón (ONU Derechos Humanos México)… Para leer en estos días tan propicios, le comparto la liga a la más reciente novela de la prolija escritora María Luisa Erreguerena Albaitero, No murmuren demasiado:


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