domingo, 20 de diciembre de 2015

diciembre 20, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Historia de amor. En cierto bar de Cancún un parroquiano se sentó en la barra y le dijo a la linda cantinera: "Te llamas Dulciflor ¿verdad?". "Así es" -respondió ella. "Eres muy guapa -le dijo sin más el individuo-. Te daré 5 mil pesos si pasas un rato conmigo en el cuarto de mi hotel". La chica, que andaba escasa de fondos, aceptó el trato. Lo mismo sucedió los siguientes cuatro días. El sexto día el tipo ya no se sentó en la barra, sino en una mesa. Extrañada por ese alejamiento -había recibido ya 25 mil pesos del sujeto, y quería recibir más- la muchacha fue hacia el hombre: "¿No te molesta si me siento contigo?". "Adelante" -autorizó él sin mostrar mucho interés. Para entablar conversación preguntó Dulciflor: "¿De dónde eres?". Respondió el cliente: "De Canepa, en la frontera norte". "¡Qué coincidencia! -exclamó ella-. ¡Yo también soy de ahí! ¿En qué calle vives?". Contestó el tipo: "En la calle Sicomoro". "¡Qué coincidencia! -volvió a sombrarse ella-. ¡Yo vivía con mis papás en esa misma calle! ¿En qué número de la calle vives tú?". Dijo el otro: "En el 122". "¡Qué coincidencia! -profirió ella, estupefacta-. ¡La casa de mis papás está en el 124!". "Ya lo sé -dijo con displicencia el individuo-. Los conozco, y cuando les dije que venía a Cancún me dieron 25 mil pesos para que te los entregara. Ya te los entregué". El padre Arsilio, bondadoso sacerdote, fue a una excursión en la montaña. Perdió pisada y cayó por el borde de un hondo precipicio. Habría muerto de seguro si no es porque alcanzó a asirse de unas ramas. Gritó desesperado: "¿Hay alguien allá arriba?". Desde el cielo se oyó una majestuosa voz: "Aquí estoy yo, hijo mío. No te aferres a esa vida terrenal. Suelta esas ramas. Morirás, sí, pero mañana estarás conmigo en el paraíso, al lado de mi Padre. Gozarás eternamente las delicias celestiales con los ángeles y los arcángeles. Siempre has querido ir al Cielo. Te prometo que irás allá conmigo. Anda, déjate caer". Oyó aquello el padre Arsilio y volvió a gritar: "¿Hay alguien allá arriba?". En el curso del banquete el rey Pedipe Segundo cayó al suelo de borracho y quedó ahí privado de sentido. Comentó uno de sus cortesanos: "Eso es lo que más admiro de Su Majestad. Siempre sabe cuándo debe dejar de beber". El psiquiatra me dijo que tengo doble personalidad. Creo que está equivocado. Vamos a buscar una segunda opinión. Voy a contar ahora cómo acabó una historia de amor que nunca comenzó. Don Añilio, senescente caballero, visitaba los jueves por la tarde a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Bebían una copita de vermú y jugaban malilla, tute o brisca. Luego, ante una taza de chocolate con pastitas -así llamaba la señorita Himenia a las galletas marías- sostenían una honesta conversación sobre diversos temas. Ella abrigaba secretas intenciones sobre su visitante, de modo que se ilusionó cuando una de esas tardes don Añilio le preguntó: "Querida amiga: ¿cree usted en el más allá?". "En el más allá ¿de dónde?" -inquirió ella con un mohín de coquetería. "De la muerte, claro" -precisó el visitante. "No suelo pensar en temas metafísicos -respondió decepcionada la señorita Himenia-. Prefiero más bien lo físico. Dejemos eso del más allá y hágase usté más p'acá". No dejó de turbar a don Añilio esa expresión: "Hágase usté más p'acá", que le pareció plebea. La madura célibe aprovechó el azoro de su amigo para hacerle una proposición. "Juguemos a las adivinanzas -sugirió-. Si me adivina usté la edad que tengo le permitiré que me dé un beso". A pesar de su falta de experiencia con mujeres don Añilio no dejó de advertir los hilos de la red que le tendía Himenia. Sabía bien que el beso, que en el noviazgo es tentación, en el matrimonio se vuelve obligación. Para escapar del riesgo contestó: "Tiene usted 2 mil años de edad". "Bueno -sonrió ella-. Año más año menos, acertó usté. Venga ese beso". Al decir tal cosa cerró los ojos y paró la trompa, si me es permitida otra expresión plebea. Don Añilio aprovechó que la señorita Himenia tenía cerrados los ojos para levantarse de la silla sin hacer ruido y escapar de ahí con pasos tácitos y presurosos, no sin antes echarse a la bolsa las galletas marías que habían quedado en el plato. Terminó ahí una historia de amor que nunca comenzó. FIN.