martes, 10 de noviembre de 2015

noviembre 10, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Lo que este día voy a relatar no es una historia: es un cuento. Lo digo porque las historias deben tener fecha: “Esto pasó tal día”; “Esto otro aconteció en tal año”. Los cuentos, en cambio, son intemporales. Suceden en un tiempo sin tiempo, un impreciso ayer que se llama “Una vez”. Por eso todos empiezan con las palabras “Érase una vez” o “Había una vez”. Y sin embargo el cuento que hoy relataré no comienza con ninguna de esas frases. Quizás a fin de cuentas no es cuento, sino historia verdadera. En fin. La trama tiene lugar en un panteón. Su personaje -único personaje- es esta mujer que ahora se aproxima. No es joven ya, pero camina con paso firme, y se adivina por sus rasgos que fue hermosa. Antes de entrar en el cementerio compra un ramo de flores en uno de los puestos que están junto a la puerta del lugar. Se ve que la encargada la conoce, pues la saluda con familiaridad. Si le preguntáramos nos diría que la mujer llega a su florería una vez por semana, el jueves siempre, y siempre a la misma hora: las 9 de la mañana, cuando apenas el guardia ha abierto el cementerio y no hay en él gente todavía. La mujer va hacia una tumba y pone sobre ella las flores que acaba de comprar. Permanece de pie, en silencio, unos minutos, y en seguida hace algo extraño: recoge el ramo, y tras enviar un beso con la mano al nombre que en la lápida se lee se aleja de la tumba y se dirige a otra que está cerca. Es la tumba de un niño que murió a los 7 años de edad. Ahí deja las flores, y luego se retira. Lo mismo hará el siguiente jueves. Lo mismo hará todos los jueves. ¿Qué rito extraño es ése? Lo digo porque sé bien que la mujer no conoció jamás al niño en cuya tumba deja aquellas flores, y que ningún ramo tendría, pues sus padres y sus hermanos no lo visitan ya. La vida sigue, sabe usted. Precisamente porque la vida sigue voy a explicar ese ritual de la mujer que cada semana visita una tumba del panteón y deposita en ella un ramo de flores que después quita para llevárselas a un niño a quien no conoció. La tumba a la que primero llega la mujer tiene una lápida. En ella se lee un nombre de hombre, con la fecha de su nacimiento y de su muerte y la inscripción “Descanse en paz. Recuerdo de su esposa e hijos”. Diré algo que quizá no debería decir, pero si no lo digo no habría historia, y tampoco habría cuento. Esta mujer no es la esposa del hombre que yace en esa tumba. Durante muchos años fue su amante. Se enamoraron ambos con amor sincero, casado él, ella soltera, y sostuvieron durante largo tiempo una relación que nunca nadie conoció. El hombre ni siquiera pensó en divorciarse de su esposa: la amaba también, y adoraba a sus hijos. “La otra”, por su parte, jamás le pidió que dejara a su familia por ella. Tenía un hondo sentimiento religioso y le decía al hombre: “Estoy en pecado grave por amarte, pero a esa culpa no añadiré la de romper tu hogar. Sé bien cuál es mi situación. Sigamos así, y Dios haga que nuestro amor no cause nunca sufrimiento a nadie”. Él se conmovía al oírla hablar de esa manera y le decía: “Eres una buena mujer”. Al paso del tiempo él enfermó y murió en un hospital después de algunos días. Ella, naturalmente, no fue a verlo, y tampoco asistió a su funeral. Dejó pasar un breve tiempo y fue a llorar sobre su tumba. Lloró sólo una vez. Luego las memorias de lo vivido le enjugaron el llanto. Su profunda tristeza del principio, su dura soledad, se hicieron mansa melancolía. Volvió a frecuentar su iglesia -la muerte la había absuelto del pecado-, y eso también fue consuelo para ella. Mayor consuelo, sin embargo, hallaba al visitar a su hombre cada jueves. La esposa no lo hacía -la vida sigue, sabe usted-, pero la amante sí. Todas las semanas, el mismo día y a la misma hora le llevaba flores. No las dejaba por el temor de que llegara después alguien de su familia y se preguntara quién habría llevado aquellas flores. Por eso las recogía y las depositaba en la tumba de aquel niño al que nunca conoció, pero que de otro modo jamás habría tenido flores. Esto que acabo de contar ¿habla de la vida o de la muerte? No lo sé. Ni siquiera sé si es cuento o es historia. FIN.