lunes, 16 de noviembre de 2015

noviembre 16, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

En el Puerto Viejo de Marsella, Vigilia en la noche del domingo al lunes. (Boris Horvat / AFP)

Hora de dolor. Quien hiere a Francia hiere a todo el mundo civilizado. La luz que desde el medioevo hasta nuestros días ha irradiado París ha disipado muchas oscuridades de lo humano. En el Sena se hunden los dogmas; ahí naufragan los prejuicios y los fanatismos. La Roma cristiana enseñó al hombre a creer, pero Francia lo enseñó a dudar. Y de la duda surgen siempre más verdades que de las certidumbres. A todas las sinrazones los franceses han opuesto siempre la razón. Ellos también han caído en sinrazones -¿quién se ha librado de caer en ellas?-, pero la razón nunca ha tardado en regresar para recordarles que son eso: franceses. Tal racionalidad, unida a un espíritu libertario presente lo mismo en Voltaire que en Maurice Chevalier, en Descartes que en Coco Chanel, no puede ser tolerada por quienes viven en el grotesco error de pensar que sólo ellos poseen la verdad. Los hombres que dicen hablar en nombre de Dios son muy peligrosos: de ellos se puede esperar lo mismo las más grandes estupideces que los mayores crímenes. Esos hombres se vuelven más temibles aún cuando atacan a los demás en nombre de su divinidad. ¡Cuánto dolor y cuántos sufrimientos ha causado la invención de los dioses! La luz de la Francia eterna no sucumbirá ante la amenaza del terrorismo. Frente a ninguna amenaza han sucumbido nunca los franceses, ni siquiera ante las que ellos mismos han creado. Las naciones fundadas en la idea de la libertad deben estar con Francia no sólo en esta hora del dolor, sino también en la hora del combate contra el terror desatado por el fanatismo. Doña Tebaida Tridua protestó enérgicamente. "¿Qué forma es ésta -escribió en un ocurso redactado en 12 fojas útiles y vuelta- de empezar la semana laboral dando a la luz un chiste calificado con seis equis en la escala de la sicalipsis, que antes había llegado solamente a cinco?". Ese cuento, lo reconozco, es sumamente osado. Darlo a las prensas es poner a prueba la resistencia de los tórculos. Pero sucede que su autor tiene, entre otros propósitos, el de tratar con naturalidad, sin morbo ni malicia, los temas de la sexualidad que por mucho tiempo han estado cubiertos de telarañas. Para eso se vale del humor, amabilísimo instrumento capaz de disipar toda tiniebla, de vencer cualquier tabú. El erotismo es una de las mayores riquezas de la vida humana. Es la forma que los hombres hemos encontrado de embellecer lo que de otra manera sería puro instinto. A la natura hemos añadido la cultura. Hablar de las numerosas y variadas formas que lo erótico puede asumir es en última instancia hablar del amor: todo se permite entre dos seres que se aman, a condición de que el acto sea consentido y no cause daño a nadie. Este largo exordio es evidencia de los escrúpulos que sintió el escribidor al crear para su publicación el extremado cuento que ahora sigue. Dejo a la imaginación de mis cuatro lectores la tarea de completarlo. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, estaba casado con Pudicia, mujer de rígidas costumbres que en el lecho conyugal se negaba a cualquier acto que no fuera el estrictamente necesario para cumplir los deberes de esposa. Inútilmente su ardoroso marido le sugería que dieran más variedad a su relación conyugal. Ella, educada en colegio de monjas y cuya única lectura había sido la del libro "Pureza y hermosura", de Monseñor Tihamér Tóth, oponía la más firme resistencia a las que consideraba perversiones de su cónyuge. Una noche Afrodisio se atrevió a pedirle sexo oral. Pudicia estuvo al punto del desmayo cuando supo en qué consistía eso, y luego lo amenazó con expulsarlo para siempre de su cama. Pasó algún tiempo, y cierto día Pitongo llegó a su casa muy feliz. Con orgullo le mostró a su recelosa consorte algo que la dejó estupefacta. El salaz individuo se había hecho tatuar en su atributo varonil frases como éstas: "2 más 2 son 5"; "El Sol sale de noche"; "Venecia es la capital de Italia"; "El todo es menor que una de sus partes" y "En México no hay corrupción". La señora no supo qué pensar acerca de aquellos insólitos tatuajes. Luego, de pronto, se le prendió el foco. "¡Ah, ya sé! -exclamó con iracundia-. ¡Vas a querer que me trague tus mentiras!". (No le entendí). FIN.