viernes, 13 de noviembre de 2015

noviembre 13, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Aflictiva situación. Don Cornulio llegó a su casa cuando no era esperado y sorprendió a su esposa en trance de carnalidad con un desconocido. Lleno de ignívomo furor le dijo airado: “¡Pécora! ¡Mala mujer! ¡Infame mesalina! ¡Vulpeja sin pudor!”. “¡Ay, Cornulio! -respondió con tono quejumbroso la señora sin suspender sus meneos en compás de 3 por 4, valseaditos-. ¡Te va mal en la oficina y luego vienes aquí a desquitarte conmigo!”. Aquella noche sin luna Drácula salió de su ataúd y le pidió a su joven hijo que lo acompañara, pues quería enseñarle el arte de ser vampiro. Llegaron los dos a la ventana abierta de la alcoba donde dormía una bellísima doncella. En voz baja Drácula instruyó a su retoño: “Cerciórate primero de que no haya cerca un crucifijo, una ristra de ajos o una estaca, y luego haz lo que tienes que hacer”. El joven aprendiz de vampiro se aseguró de que no hubiera en la habitación ninguno de esos elementos disuasorios, y en seguida se lanzó sobre la chica. Desde la ventana le dijo Drácula, escandalizado: “¡Ahí no! ¡Lo que se chupa es el cuello!”. Una pregunta feminista, y su respuesta. ¿Cómo se llama la parte que le sobra al atributo varonil del hombre? Se llama “hombre”. Simpliciano, muchacho sin ciencia de la vida, casó con Dulciflor, candorosa doncella igualmente ignorante de “esas cosas”. La naturaleza es muy sabia, sin embargo, y siempre se las arregla para que en todas las especies se consume el bello trance con que se perpetúa la vida. Así pues, guiados por su puro instinto, Simpliciano y Dulciflor encontraron el camino del amor, e hicieron lo que Dafnis y Cloe en el lindo relato pastoril de Longo. Terminado el acto que los unió el novio le preguntó a su flamante mujercita: “¿No vas a dormir?”. “No -replicó Dulciflor-. Mi mami me dijo que esta noche me sucederá algo muy hermoso, y no me lo quiero perder”. En la escuela de paracaidistas había reclutas de todas las nacionalidades. Estaba entre ellos, claro, un mexicano. En el primer salto de práctica le correspondió a nuestro paisano el último lugar en la fila de los que se iban a lanzar del avión. Saltaron todos, y se tiró al final el mexicano. Y sucedió entonces algo trágico: su paracaídas no se abrió. Mientras caía vertiginosamente el mexicano alzó la vista y les gritó a los demás: “¡Vieja el último!”. Solicia Sinpitier, madura célibe, fue con el doctor Ken Hosanna y le pidió angustiada: “¡Ayúdeme, doctor! ¡Todas las noches sueño que estoy haciendo el amor con tres hombres que me hacen objeto de su erotismo y su lubricidad! ¡Cuando me despierto estallo en llanto por la vergüenza de haberme visto así!”. “No se aflija -intentó tranquilizarla el médico-. Le daré algo para que ya no tenga ese sueño”. “¡No, doctor! -se alarmó la señorita Sinpitier-. ¡Deme algo para que no me despierte!”. No quiero generalizar: las generalizaciones llevan siempre a incurrir no sólo en error, sino también en injusticia. Diré sin embargo que la culpa de la aflictiva situación en que se encuentra México la tienen los políticos. No todos, pero sí el 99.99 por ciento de ellos. Ni trabajan ni dejan trabajar. Dudo, por ejemplo, que haya en este mundo -y en los demás que existan- un país donde se deban realizar tantos trámites para abrir un negocio como en México. A más de eso, después de recorrer un vía crucis de oficinas de todo orden y desorden, cuando el negocio finalmente empieza a trabajar, se hace presente en el sitio de trabajo una caterva de inspectores que con el pretexto de haber detectado tal o cual anomalía extorsionan al dueño de la naciente empresa exigiéndole la clásica mordida con la amenaza de clausurarle su negocio. A ese exceso de trámites y a esa corrupción se debe en buena parte el fenómeno conocido como “informalidad”: muchos pequeños empresarios prefieren actuar al margen de la ley que dentro de ella, lo cual trae consigo toda suerte de malas consecuencias. Tenemos demasiada política y demasiada burocracia, y eso estorba el trabajo de los ciudadanos. Un país donde eso sucede está condenado a arrastrar un pesado lastre que impide su desarrollo y su progreso. Y ahora me van a disculpar. Debo retirarme, pues tengo que realizar los trámites que se necesitan para obtener el permiso de existir. FIN.