sábado, 14 de noviembre de 2015

noviembre 14, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Exitosa promoción. La joven esposa le dijo a doña Chalina, mujer dada a averiguar las intimidades de la gente: "Mi marido se echa dos diarios". "¿De veras?" -se admiró la cotillera. "Sí -confirmó la muchacha-. 'La Gaceta' y 'El Clarín'". En el bar un escocés vestido con su clásica faldita o kilt le dice al beodo caballero que lo asediaba: "Mi nombre es Jock McCock. Por favor, ya deje de llamarme 'querida'". El capitán Ahab, del barco ballenero Pequod, contrajo matrimonio con Miss Blubber, perteneciente a la más rancia sociedad de Nantucket Island. La desposada era robusta, bastante entrada en carnes. Al terminar la ceremonia nupcial el marinero Starbuck (de su nombre en la novela "Moby-Dick", de Herman Melville, deriva el nombre de la famosa cadena de cafeterías) le dijo lleno de inquietud: "Su novia es gorda, capitán, y bastante panzona, dicho sea con el mayor respeto. ¿No tendrá usted problemas para consumar el matrimonio?". Respondió Ahab: "No lo creo. Tengo 20 años arponeando ballenas". 

"El Buen Fin llegó para quedarse porque es bueno. Me enorgullece que su creador principal haya sido un ex alumno mío, Jorge Dávila Flores, buen empresario, mexicano bueno, y ahora representante popular con auténtica vocación de servicio".

El Buen Fin es tan bueno que nunca tendrá fin. La idea primigenia de la exitosa promoción partió de un saltillense: Jorge Dávila, empresario de los que con su trabajo crean trabajos. Muy denostada es en México esa especie, la de los hombres de empresa. A todos por igual se les llama "ricos", y la riqueza, que en las naciones avanzadas es vista como la justa recompensa que recibe quien trabaja, en los países más atrasaditos es considerada pecado mortal o culpa grave. Al dinero se le llama "el estiércol del diablo", aunque algunos que predican en su contra quisieran estar sumidos en él por lo menos hasta el cuello. De esa dogmática y maniquea concepción, que comparten los escasos marxistas que aún quedan y algunos curas en búsqueda de premios internacionales, derivaron los lamentosos vituperios causados por la entrega de la Medalla Belisario Domínguez a Alberto Baillères. Yo digo que sólo la creación de esa notable obra educativa que es el ITAM habría justificado la entrega de tal medalla, a la cual por mi cuenta añado yo tres medallitas: una de San Juan Bautista de la Salle, otra de San Juan Bosco, y la tercera de San Marcelino Champagnat, todos ellos insignes educadores. Pero advierto que me estoy apartando de mi tema. Vuelvo a él. Aquella magnífica promoción que dije, el Buen Fin, es vituperada porque dizque propicia el consumismo. No toman en cuenta los críticos y criticones que el tan execrado consumismo propicia la producción; que la producción propicia el empleo; que el empleo propicia el bienestar; que el bienestar propicia. (Nota de la redacción: Nuestro estimado colaborador se extiende en una larga cadena de propiciaciones que nos vemos en la penosa necesidad de suprimir, pues eso propiciaría que se consumiera todo nuestro espacio). En fin: el Buen Fin llegó para quedarse porque es bueno. Me enorgullece que su creador principal haya sido un ex alumno mío, Jorge Dávila Flores, buen empresario, mexicano bueno, y ahora representante popular con auténtica vocación de servicio. Don Algón entrevistó a la curvilínea chica que pedía el puesto de secretaria. Le preguntó: "¿Trae usted referencias?". "Traigo tres -respondió ella-. Busto: 106 pulgadas. Cintura: 60. Cadera: 92". Don Poseidón, granjero acomodado, tenía una hija algo feíta de nombre Eglogia. Cierto día llegó al pueblo un agente viajero que vendía el prestigiado Jabón Zote. De inmediato don Poseidón lo invitó a comer en su casa, a fin de presentarle a Eglogia. Tras la presentación le dijo el vejancón al visitante: "El hombre que se case con mi hija se llevará una joya". Con marcado interés respondió el tipo: "A verla". "¿A qué atribuye usted haber llegado a un siglo de edad?". "Principalmente al hecho de que nací hace 100 años". El emocionado galán le dijo con vehemencia a su dulcinea: "¡Te quiero con toda el alma, Florilí!". La muchacha bajó la vista. Al ver eso él se turbó: "¡Perdóname, amor mío! -exclamó apesarado-. ¿Te ofendí con mi amorosa declaración?". Respondió ella: "No". Preguntó el galán, inquieto: "Entonces ¿por qué bajaste la vista?". Explicó Florilí: "Quería cerciorarme de que lo que sientes por mí no es puro deseo". FIN.