sábado, 7 de noviembre de 2015

noviembre 07, 2015
RANGÚN, Birmania, 7 de noviembre.- Con esperanza, pero también con miedo. Así acudirán este domingo 30 millones de birmanos a las primeras elecciones "libres" que se celebran en este país del Sudeste Asiático desde el año 1990, escribe el enviado de ABC España a Rangún (Yangón). Las comillas se deben a que dichos comicios son un paso más en la transición iniciada hace cuatro años por un Gobierno reformista salido de la anterior Junta militar que controlaba férreamente el país, pero aún está por ver que sean justos y transparentes.

La esperanza es que gane Aung San Suu Kyi, la carismática Premio Nobel de la Paz que, hasta su liberación en 2010, se había pasado bajo arresto domiciliario 15 de los 21 años anteriores por reclamar democracia. Hija del legendario general Aung San, héroe de la independencia de Birmania asesinado cuando ella tenía solo dos años, «La Dama» –como es popularmente conocida en el país– es venerada por los birmanos.

«Votaré por Madre Suu porque es el cambio que necesitamos», explica Khaing Aie Mom, una camarera de 23 años de Yangón (Rangún). Como casi todos sus compatriotas, la joven ha proyectado en Aung San Suu Kyi la figura maternal que ansía Myanmar, nombre oficial de la antigua Birmania.

El partido LND está liderado por "La Dama", premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi. (AFP)

A la vista de este apoyo masivo, todo indica que su partido, la Liga Nacional para la Democracia (LND), arrasará el domingo. Pero "La Dama" no podrá ser presidenta porque un artículo de la Constitución, promulgada por la anterior Junta militar en el año 2008, prohíbe gobernar a quien esté casado o bien tenga hijos con un ciudadano extranjero. Una prerrogativa hecha a la medida de Aung San Suu Kyi porque es viuda de un británico, el profesor Michael Aris, con quien tuvo dos hijos que en la actualidad viven en el Reino Unido.

Además, dicha Constitución reserva a los militares el 25 por ciento de los diputados del Parlamento, lo que obliga a Aung San Suu Kyi a lograr un 67 por ciento de los escaños para alcanzar mayoría absoluta.

Según la agencia EFE, miles de policías han sido movilizados en la región de Rangún, la antigua capital de Birmania (Myanmar), donde las autoridades han declarado la alerta ante las elecciones de mañana, informó la prensa estatal.

El jefe de la policía, Thein Lwin, indicó al diario Global New Light of Myanmar que la mitad de los agentes de la región, unos 3,000 efectivos, permanecerán en estado de alerta hasta el 14 de noviembre, seis días después de los comicios.


También han sido movilizados unos 5,400 miembros de una fuerza policial formada por civiles reclutados por el gobierno que se desplegarán en los colegios electorales de la región, donde están llamados a votar unos 4.9 millones de birmanos.
Las elecciones legislativas del domingo serán las primeras organizadas por un gobierno civil tras medio siglo de regímenes militares.

En 2010, los militares convocaron unos comicios criticados por la falta de transparencia y supuesto fraude y al año siguiente cedieron el poder a un Gobierno civil formado por exgenerales.

Las últimas elecciones generales celebrados bajo un Gobierno democrático fueron en 1960, dos años antes de que el general Ne Win tomara el poder con un golpe de Estado.

Pablo M. Díez, enviado especial de ABC a Sittwe, habla de los rohingyas, los parias sin derecho a voto en las elecciones de Birmania:

Durante siete generaciones, la familia de Mohamad Hashim, musulmán de la etnia Rohingya, había vivido en Birmania en relativa armonía con sus vecinos budistas. Como director de un secadero de pescado en Thandoli, en el estado occidental de Rakhine, disfrutaba de una cómoda posición económica que le había permitido tener ocho hijos. Pero su existencia se truncó de la noche a la mañana cuando, en junio de 2012, estallaron unos graves disturbios interétnicos por la violación de una mujer budista a manos de varios musulmanes. Durante todo ese verano, los enfrentamientos entre las dos comunidades dejaron más de 150 muertos, 2,500 casas quemadas entre ambos bandos y 140,000 Rohingyas desplazados que fueron confinados por el Gobierno birmano en campos de refugiados de los que no pueden salir.

Desde entonces, Hashim y su familia llevan ya tres años viviendo en una inmunda choza de bambú, sin luz ni agua, en un gigantesco campamento vigilado por el Ejército a las afueras de Sittwe, la capital estatal. Al igual que muchos otros refugiados, no ha sido registrado como «desplazado interno» por el Gobierno y, por tanto, no puede recibir la ayuda humanitaria que reparten la ONU y numerosas ONG para su supervivencia. Con esa cartilla de racionamiento que él ha solicitado varias veces sin éxito, cada persona recibe al mes 12 kilos de arroz, medio kilo de lentejas, un litro de aceite y leche en polvo. «No nos quieren registrar porque en nuestro pueblo respondimos a los ataques de los budistas», interpreta Hashim, quien vive de la caridad de los grupos islámicos.

Aunque nació hace 43 años en Birmania, el Gobierno le niega la ciudadanía porque, desde 1982, una ley promulgada por el dictador Ne Win no reconoce a los Rohingyas como uno de los 135 grupos étnicos del país. Los Rohingyas fueron traídos en masa a Birmania como mano de obra barata durante la época colonial británica, pero el Gobierno insiste en que son inmigrantes ilegales de Bangladesh, muchos incluso recientes. «En nuestros certificados de identidad, pasamos de ser Rohingyas a musulmanes de Birmania y luego, en los 90, solo ponían Islam o bengalí», se queja enseñando sus papeles. Aunque las autoridades le dieron en 2010 un carné de identidad temporal, se lo quitaron hace dos meses. Como a otros 750.000 Rohingyas – la mitad de la población de esta etnia en Birmania –, le privaban así del derecho a acudir a las urnas en las elecciones de mañana domingo. «Si pudiera, votaría a ˝La Dama˝ para que solucionara nuestro problema», asegura refiriéndose a la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, que se ha pasado una década y media bajo arresto domiciliario por reclamar democracia y cuyo partido es el favorito en estos comicios, los primeros relativamente libres desde 1990.

Con pocas esperanzas en el resultado electoral, los Rohingyas siguen su mísera vida recluidos en 14 campos de cabañas de bambú que ya se han convertido en pueblos con tiendas, cantinas, escuelas y clínicas montadas por la solidaridad internacional, siempre escasa para atender semejantes emergencias. Entre caminos polvorientos plagados de baches, que se enfangan cuando llueve, los niños corren desnudos, los hombres ocultan su raquitismo bajo sus 2longyi" (faldas) y las mujeres, con la cara pintada de amarillo por el tradicional maquillaje «thanaka», lavan la ropa en las fuentes construidas por las ONG. Con un gramófono del año de la polca que llevan sobre un triciclo, unos imanes de largas barbas rezan a Alá mientras reparten arroz de un saco que, irónicamente, luce el logo de la ayuda estadounidense (USAID).

«Aunque hay riesgo de radicalización, es mejor que los Rohingya continúen ahí y vivamos separados porque quieren islamizar Birmania», justifica U Shwe Maung, del Partido Nacional Arakan, que dirige el gobierno provincial gracias al apoyo de la etnia budista Rakhine. A pesar de las críticas internacionales al trato dado a los Rohingyas, este político local argumenta que «debido a la abundante población en Bangladesh, que es solo un tercio de Birmania pero tiene el triple de habitantes, tenemos miedo a que sigan viniendo y acaben ocupando nuestra tierra, extinguiendo nuestra nacionalidad y nuestra religión». De forma algo difusa, U Shwe Maung reconoce que «algunos de los confinados en los campos pueden haber nacido en Birmania», pero se excusa en que «deben seguir la ley de ciudadanía y ser escrutados para conseguir la nacionalidad». Un proceso del que, sin embargo, se desentiende porque depende del Gobierno central.

Genocidio silencioso

«¿Por qué estamos en esta prisión, sin que se respeten nuestros derechos, aunque hemos nacido en este país? ¡Solo porque somos musulmanes! ¡Esto es un genocidio silencioso!», protesta exaltado Noor Alom, de 20 años, quien incluso enseña la marca de la inyección en el brazo izquierdo con que vacunan a todos los birmanos de niños. El joven se desgañita en la última aldea del campo de refugiados frente a la bahía de Bengala. Hacinados en barcos herrumbrosos, de estas playas zarparon a principios del verano decenas de miles de Rohingyas tratando de emigrar ilegalmente a Tailandia y Malasia, que los rechazaron en alta mar. Abandonados por las mafias que se dedican al tráfico de personas, quedaron varados durante semanas sin comida ni agua en otra vergonzosa crisis de refugiados de la que ningún país se quería hacer cargo.

Meses antes, dos hijos adolescentes de Abu Kalam habían llegado en uno de esos buques a Malasia tras reunir en secreto 200 dólares cada uno, que pidieron a unos familiares. "Yo no sabía dónde estaban hasta que los traficantes me llamaron para reclamarme un rescate de 2.000 dólares por mi hijo, de 14 años. A mi hija, de 18, ya la habían vendido para casarla con un hombre", recuerda compungido este antiguo carpintero, que aún sigue pagando la deuda para recuperar a su muchacho. En caso de que no lo consiga, teme que su cuerpo acabe en una fosa común como las descubiertas en verano en la frontera entre Malasia y Tailandia, donde las redes de traficantes enterraban a los Rohingyas que no habían vendido o por los que no habían sacado ningún rescate. La vida de los Rohingyas, los parias de Birmania, se cotiza alta tras las vallas de su gueto, donde no vale nada.