miércoles, 14 de octubre de 2015

octubre 14, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Respeto al pasado. Lord Grandhorns, terrateniente inglés, llegó a su casa después de terminada la cacería de la zorra, y al entrar en la alcoba vio a su esposa in flagrante delicto con un desconocido. Con su habitual flema británica no dijo nada. Salió en silencio de la habitación y le pidió a James, el mayordomo, que le trajera su rifle Magnum y lo acompañara de vuelta a la recámara. Llegaron los dos a la alcoba; el mayordomo vio lo que sucedía y le tendió el rifle a su señor. Lord Bighorns toma puntería. Y le dijo el mayordomo en voz baja: “Recuerde milord que es un gentleman, un buen cazador y un caballeroso deportista. Tírele ahora, cuando se está moviendo, no cuando ya se canse y se eche”. Babalucas oía la conversación de su hijo adolescente con un amigo. “Lo más difícil de las matemáticas- decía el muchacho-, es la trigonometría”. “No -lo contradijo el otro-. Es el cálculo infinitesimal”. “Los dos están equivocados -intervino Babalucas-. Hubieran conocido una cosa que había en mis tiempos que se llamaba “resta”. Un viajero se sintió indispuesto al ir manejando por las calles de una ciudad extraña. Detuvo su automóvil y desde la ventanilla le preguntó a un tipo rudo, mal encarado y de feo aspecto: “Dígame, por favor ¿cuál es la forma más rápida de llegar al hospital?”. Respondió amenazante el individuo: “Miénteme la madre”. Cierto señor se quejaba de la escasa respuesta sexual de su esposa. Le aconsejó su compadre: “Haga lo que yo, compadrito. Al llegar a mi casa grito como Tarzán. Eso excita a mi señora, y pone en nuestra relación un elemento pasional que nos conduce al éxtasis”. Esa noche el señor llegó a su casa y desde la escalera lanzó el fuerte ululato del Rey de la Selva. Se oyó arriba la voz de la señora: “¿Es usted, compadre? Suba rápido, porque no tarda en venir aquél”. En el asiento de atrás del automóvil el ardiente galán trataba de convencer a su dulcinea, muchacha llena de escrúpulos y temores, de que le hiciera dación de sus encantos. “Vamos, Rosilí -le dijo con meloso acento-. ¿No ves cómo la flor del amor abre sus pétalos?”. Contestó Rosilí: “La flor es lo de menos. A lo que le tengo miedo es al fruto”.

Casa en la calle 60 entre 75 y 73, Centro Histórico de Mérida. (Foto JMRM)

Uno de las mayores venturas que me brinda mi tarea de escribidor es la de poder ir a muchas ciudades mexicanas, en todos los rumbos del País. Me gustan todas, y en todas hallo al verdadero México, que lucha y que trabaja por encima de problemas y adversidades. Algo, sin embargo, me entristece: Por dondequiera veo cómo muchas añosas casonas van siendo destruidas. Las echa abajo la piqueta y desaparecen los nobles muros, los antiguos arcos, los ornados balcones, todo aquello, en fin, que nos habla de un pasado lleno de prestigios que la ignorancia o la ambición hacen caer. Nadie se opone a eso que se llama “la marcha del progreso”. ¿Quién puede oponerse a lo que es inevitable? Pero pienso que se pueden conciliar los requerimientos de los nuevos tiempos con el respeto -y aun cariño- que se debe a las cosas del pasado. En ellas está nuestra raíz. Cuando se pierden también nosotros nos perdemos. Únicamente con promesa de matrimonio la muchacha aceptó por fin visitar a su novio en su departamento. Después del arrebatado deliquio de amor le pregunta llena de compunción: “Dime, Crisóstomo: ¿Eres hombres de palabra?”. “¿Que si soy hombre de palabra? -respondió él, orgulloso-. ¿No te convencí de venir aquí?”. Un francés fue a la ciudad de Nueva York. El encargado de atenderlo lo llevó a hacer un recorrido por la zona de los rascacielos. Le mostró el Empire State, y le pregunta: “¿Qué le parece?”. “Magnifique -respondió el mesié-. Me recuerda el sexo”. “¿Por qué?” -preguntó con extrañeza el cicerone-. “Mon ami -dijo el visitante-. A nosotros los franceses todas las cosas nos recuerdan el sexo”... Aquel señor sufría de insomnio. Fue con un siquiatra que usaba el hipnotismo como técnica terapéutica y el facultativo le indicó: “Al ir a la cama repita una y otra vez esta frase: ‘Abadaba, duérmete. Abadaba, duérmete. Abadaba, duérmete.’. Con eso se quedará usted dormido”. A los pocos días el siquiatra se topó con la esposa del sujeto. Le preguntó: “¿Ya está durmiendo bien su marido?”. “No, -respondió ella con disgusto-. Lo único que se le duerme es la avadaba”... FIN.