martes, 8 de septiembre de 2015

septiembre 08, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

"Se equivoca usted, señor cura. Con todo respeto, se equivoca. El hombre, en su largo devenir, no sólo se ha civilizado: también se ha humanizado. Es ahora mejor que antes. Nosotros somos mejores que nuestros padres, y nuestros hijos serán mejores que nosotros". Le gustó cómo dijo eso de "el hombre, en su largo devenir". Dio un trago a su copa de coñac y aspiró con fruición el humo de su puro. La verdad, gozaba mucho aquellas charlas semanales con el párroco. Solían discutir siempre amistosamente sobre temas diversos: política, religión, literatura... Por regla general disentían. La postura del sacerdote, pensaba él, era conservadora, institucional; la propia de un eclesiástico sujeto a dogmas y creencias. Contrariamente él se suponía hombre de amplio criterio, con ideas avanzadas, liberal. 


En esta ocasión el debate fue causado por la fotografía del niño sirio ahogado en las aguas del Mediterráneo. El cura habló de la cadena de perversidades en la cual tuvo su origen ese drama que tanto estaba conmoviendo al mundo: la guerra; el tráfico de personas; la indiferencia de los países ricos ante la suerte de los emigrantes. No cabía duda, declaró: el pecado original, causante de la maldad del hombre, se sigue manifestando en nuestro tiempo. Él, por su parte, sostuvo la postura opuesta: la reacción universal de pena por lo sucedido a esa criatura y a su familia pena en el sentido de pesar y pena en el sentido de vergüenza y los ofrecimientos de asilo a los refugiados eran prueba de humanidad, demostración de que el hombre es bueno por naturaleza. Mientras el sacerdote argumentaba largamente con citas de San Pablo y de San Agustín él paseó la mirada por el patio. Habían comido en el amplio corredor, para gozar la frescura del jardín. Por el portal abierto se veía el huerto al que solía él entrar furtivamente cuando niño a robar fruta para calmar su hambre de pobre. Un día el dueño lo sorprendió y le dio una azotaina con una vara de membrillo. "Eres un ladrón, le dijo al tiempo que lo golpeaba, furioso. Voy a enseñarte a no robar". Posiblemente, pensó, en ese tiempo él tenía la misma edad del niño sirio. Experimentó una cálida sensación  ¿era el coñac o el orgullo? al recordar que al paso de los años él hizo dinero, en tanto que el propietario de la huerta, el hombre que lo había azotado con saña, se empobreció por malos negocios. El día que le compró la finca a precio vil, por cierto fue uno de los más felices de su vida. Ordenó demoler la vieja casona donde habitaron los padres del vendedor, y en su lugar construyó una mansión enorme que fue motivo de la envidia y murmuraciones de los lugareños. Ahí vino a vivir después de que enviudó. Sus hijos rara vez lo visitaban, pero él no extrañaba sus visitas; tenía sus libros, su piano, su jardín. De vez en cuando escribía algo que luego, tras leerlo después de unas semanas, rompía sin ninguna sensación de pérdida. Dormía el sueño del que no tiene nada que soñar, y su siesta de las tardes era un lujo que jamás había podido darse antes. Una vez por semana iba al pueblo vecino. Ahí tenía una amiguita "amiga", decía al hacer su confesión semanal que lo recibía en su casa y en su cama. También una vez por semana el cura párroco iba a comer con él. Disfrutaba su conversación: era el único con el que no tenía que hablar del clima o las cosechas. Aquella vez, como sucedía frecuentemente, la plática alcanzó alturas filosóficas. Hablaron de la esencia del hombre. ¿Era bueno o malo por naturaleza? El sacerdote se mostró pesimista: la maldad, dijo, era consubstancial al género humano. Él sostuvo la tesis contraria: así como hay evolución en la naturaleza, hay en el hombre una especie de evolución espiritual que hace que cada generación sea mejor que la anterior, y que va conduciendo a los humanos a etapas de superación. En ese momento la discusión fue interrumpida por el cuidador del huerto. Traía cogido por el brazo a un muchachillo desharrapado. "Lo pesqué robando fruta, patrón". "¿Ah sí? exclamó él al tiempo que se ponía en pie lleno de enojo. ¿Conque ladrón tenemos? A ver, tráeme la vara de membrillo"... FIN.