martes, 11 de agosto de 2015

agosto 11, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Después de muchos rezos y abundantes rogativas el milagro que esperaba doña Chola se le concedió: su marido chupó Faros, colgó los tenis, se fue de minero. Quiero decir que se murió. Ella le había pedido secretamente a San Miguel que traspasara a su esposo con su espada; a Santa Bárbara Doncella que fulminara sobre él una centella; a San Cristóbal que lo ahogara entre sus membrudos brazos; a San Jorge que le diera una lanzada mortal, como al dragón. No supo cuál de esos santos le hizo el milagrito, pero finalmente se vio libre de aquel mal hombre que la importunaba de continuo con sus necedades tanto de día como por la noche y la trataba peor que si fuera su esclava o su sirvienta. Murió por fin el individuo, dije, después de sufrir durante largo tiempo un mal de empacho. El difunto –"el finadito", decía la gente– fue velado en su casa, pues eran esos los pasados tiempos en que todos nacían, crecían y morían en su casa, no como ahora, que las personas nacen en el hospital, crecen aquí, allá y acullá, y mueren también en el hospital, generalmente antes de tiempo. Los vecinos sacaron los muebles de la sala y colocaron sillas pegadas a las paredes, frente a la parafernalia traída por la empresa de pompas fúnebres, poco pomposas por los escasos elementos de decoración: unos raídos cortinajes de terciopelo rojo ya sin pelaje; cuatro módicos cirios de medio uso, y un crucifijo de sospechoso metal manchado de óxido. Ahí quedó el difunto en el cajón, serio serio, tendido cuan largo era, y más aún. Comenzaron a llegar los dolientes, y bien pronto la casa se llenó de pésame mucho, como si fuera esa noche la última vez. Las señoras se iban a los rezos; los hombres a la cocina en busca del café “con tripas”, recia añadidura de ardiente aguardiente o de algún marrascapache o chínguere peor. Terminadas sus oraciones callaban las mujeres, y se escuchaba sólo el rumor apagado de su plática. Cuando un nuevo doliente entraba en la sala rompían todas en lamentos congojosos, como si hubiera muerto tendido –en verdad lo había–, y regresaban luego a su animada parla, que suspendían a la llegada de otro visitante para repetir sus gemidos ensordecedores. A la una de la mañana quienes tenían reloj empezaron a consultarlo, y cambiaron discretas miradas entre sí. Las interpretó una de las señoras ahí presentes. Fue hacia la viuda y le preguntó con cariñosa solicitud: “Comadre: que dicen todos que a qué horas le va a dar el ataque, porque ya nos tenemos que ir”. Y es que era obligación profesional de las mujeres con difunto “atacarse”, es decir, sufrir un desmayo, accidente o insulto; caer en los espasmos de un síncope, soponcio, telele o patatús. Ése era el póstumo homenaje que rendían al desaparecido. Vista la hora y conveniencia de no dilatar más el obligado rito, la viuda se dispuso a cumplir el deber que imponía la tradición. Se arrimó a un mullido sillón que le serviría de conveniente acogimiento, y luego, abriendo los brazos y levantándolos si no al cielo sí hasta cerca del techo, lanzó un ululato espeluznante, puso los ojos en blanco y se desplomó en el sillón como herida por un rayo. Ni doña Virginia Fábregas ni la Montoya lo habrían hecho mejor. Acudieron todos a la viuda, cuidando de no ser alcanzados por el golpe de uno de sus robustos brazos, que revolvía como aspas de molino, o por una de las tremendas coces que lanzaba en las convulsiones que sacudían su cuerpo en cumplimiento fiel de la la liturgia. Mientras las señoras le frotaban alcohol a la mujer en el cerebro, cerebelo y bulbo raquídeo, un sujeto se ganó la fría mirada del sector femenil por haber propuesto: “Aflójenle la faja, el brassiére y las ligas de las medias”. Poco a poco la mujer fue volviendo en sí –al parecer esa era la nota que más le acomodaba– y quedó por fin quieta y en sosiego, ciertamente extenuada por el considerable esfuerzo que requería la demostración, pero con la noble satisfacción que da el deber cumplido. FIN.