martes, 4 de agosto de 2015

agosto 04, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Él tenía 40 años; ella 15. Jamás lo había visto hasta aquel día en que llegó a su casa a pedirla en
matrimonio a su papá. Andaba en la cocina, y su padre la llamó. “Liberata: aquí está José María, que
quiere casarse contigo. ¿Tú qué dices?”. Ella le había echado una mirada de soslayo –”de sololayo” decía al contar aquello–, y una fracción de segundo le bastó para ver su guapura de varón. Bajó la frente y respondió con humildad: “Ay, papá. Yo qué sé de esas cosas. Usté dígale que sí”. Se casaron apenas corridas las amonestaciones. Él era viudo. Tenía una hija de la misma edad que ella. Se llamaba Soledad, pero todos le decían Chole. Desde el principio se cayeron bien. Nunca se pusieron a pensar que eran madrastra e hijastra. Eran amigas. Hermanas, más bien. Él se iba a trabajar y ellas se ponían a jugar a las muñecas. Eran niñas todavía. Cuando llegó el primer hijo jugaban a que él también era un muñeco. Así, unidas por ese vínculo afectuoso, llegaron hasta la ancianidad. Cada una en su casa, ya sin ojos Liberata, ya en silla de ruedas Soledad, cada mañana era lo mismo: “Vayan a ver cómo está Lata”. “Vayan a preguntar cómo está Chole”. José María era hombre de pocas palabras. El día que se casaron emprendieron el viaje de Saltillo a General Cepeda, donde él tenía su rancho. Iban en un cochecito de caballos. Al salir de la ciudad, ahí por el Cerro del Pueblo, él detuvo el carrito, bajó y cortó unas hierbas que crecían a la orilla del camino. Ella le preguntó para qué eran. No respondió, y todo el trayecto lo hizo en absoluto silencio. Cuando ocho horas después llegaron a General Cepeda él la ayudó a bajar y le dijo: “Pa’l caldo”. No entendió Liberata. “¿Qué dices?”. José María se impacientó: “¿No me estás preguntando para qué son estas hierbas?”. Era hombre de una pieza. Cierto día se recibió en General Cepeda un telegrama. Hubo revuelo general: era rarísimo que llegara un telegrama a aquella pequeña población. Un notario de Saltillo le pedía a Chema que se presentara en su despacho para la atención de un asunto urgente. José María hizo el viaje a la capital. Ahí el notario le informó que había fallecido su primo don Antonio Narro, uno de los hombres más ricos del estado. En su testamento había dejado una serie de legados para sus parientes pobres. A él le tocaban 500 pesos, entonces una importante cantidad. “Debe haber un error, señor notario –habló José María–. Soy pariente de Antonio, es cierto. Somos primos hermanos. Pero no soy pobre. Mire: tengo mis tierras, mis animalitos. Tengo manos para trabajar, y salud para hacerlo. Tengo mujer e hijos que me ayudan. Como ve, estoy muy lejos de ser pobre. Dele usted ese dinero a alguien que en verdad lo necesite”. Cuando José María le contó a su esposa lo que había sucedido ella le dijo: “¡Anda, tonto!”, y jamás volvió a mencionar el asunto. Liberata tenía ánimo firme. Crió a sus nueve hijos –cinco mujeres y cuatro hombres–, y les impartió siempre su consejo. A ellas: “Antes de casarse abran muy bien los ojos. Después ciérrenlos un poquito”. A ellos: “Hijos: la mujer por lo que valga, no por la nalga”. Ya sin vista oía en el radio la novela. El actor: “¡Dame tu amor, Luzbella! ¡Te juro que me casaré contigo!”. La actriz: “Está bien, Melisandro: ¡hazme tuya para siempre!”. Y mamá Lata: “¡Anda, pendeja!”. 


Dije “mamá Lata” porque Liberata era mi abuela, la madre de mi madre. Veía en mí a un futuro sacerdote, pues a los 5 años decía de memoria el catecismo de Ripalda. Ya grandecito me pidió que le investigara la vida de la patrona de su nombre, Santa Liberata. Hallé que fue una doncella romana que secretamente se convirtió al cristianismo e hizo voto de virginidad perpetua. Prometida en matrimonio por su padre a un centurión, la víspera de las nupcias se puso en oración y le pidió a su divino esposo que obrara en ella algún prodigio que impidiera aquella boda. El Señor le hizo el milagro: en el curso de la noche le salió a Liberata una vellida barba de hombre. Al verla así el centurión desistió del casamiento. “Mamá Lata –le dije con tono zumbón–: tu santa es la mujer barbuda”. Ella me dijo: “¡Anda, tonto!”. Peor pudo haberme dicho… FIN.