viernes, 21 de agosto de 2015

agosto 21, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre 

Sin comprender. El cuento que descorre hoy el telón de esta columnejilla es del peor gusto. Si lo doy a los tórcu-los es solo porque me sirve de adecuado prolegómeno a un comentario de política. Cierto norteamericano vino a México, y en los primeros días de su estancia vivió dos muy ingratas experiencias. La primera fue que comió chile, y a consecuencia de eso sufrió el efecto llamado “de campana”: el chile le picó y le repicó, o sea que le causó una fuerte irritación tanto al entrar como al salir. La segunda experiencia fue aún peor: tuvo trato carnal con una maturranga callejera, y a resultas de ese acto de fornicio contrajo una infección venérea que lo hacía caminar con las patas abiertas y maldecir como poseso. Clamaba con gemebundo acento el lacerado gringo: “¡Mí no comprender México! ¡Tomo chilito y me arde culito! ¡Tomo culito y me arde chilito!”. Sin haber sufrido ninguno de esos dolorosos ajes puedo decir lo mismo: “Mí no comprender México”. No entiendo a este país. El Gobierno pone en el camino de la desaparición a ese asqueroso xiote, forúnculo o buba que se llama CNTE, y luego resucita a un cadáver llamado SME, que despedía ya tufo de hedentina. Eso me hace recordar a la burrita de la canción de don Ventura Romero, que daba dos pasos pa’ delante y veinticuatro para atrás. Ya se verá que la “cooperativa” que ahora se inventa como regalo al líder de los electricistas será una nueva fuente de problemas. Vuelvo a decirlo: “Mí no comprender México”. Al terminar el trance de amor con el borrego la borreguita suspiró: “Se acabó la lana virgen”. Declaró Babalucas: “Hay tres clases de personas: las que saben contar y las que no”. Otro de Babalucas. Dijo el tonto roque: “Voy al funeral de todos mis amigos para que luego ellos vayan al mío”. Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, hizo su caminata matutina por el parque y luego se acomodó en una banca a descansar. En eso llegó Pepito con su perro, un can corriente cruzado con de la calle, y se sentó al lado de la empingorotada mujer. “Ruégote, niño –le pidió doña Panoplia de inmediato–, que te vayas a otra banca con tu perro. Por las pulgas, sabes”. Le dijo Pepito a su gozque: “Vámonos de aquí, Fido. Parece que la señora tiene pulgas”. La novia de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, lo amenazó llena de enojo: “¡Si me dices ‘panzona’ una vez más ya nunca volverás a verme!”. Clamó él: “¡Por favor no me dejes, Abdomina! ¡Hazlo por nuestro hijo!”. La muchacha se sorprendió: “¿Cuál hijo?”. Respondió el vil jayán con simulada preocupación: “¿Qué no estás embarazada de 8 meses?”. Alguien le preguntó a Afrodisio, hombre salaz: “¿Qué buscas en una mujer?”. Respondió él: “Que sea tetona”. “No –aclaró el otro–. Quiero decir, para una relación seria”. Contestó Afrodisio: “Que sea la más tetona”. “No me entiendes –dijo el que preguntaba–. Lo que quiero que me digas es qué buscas en una mujer para casarte con ella”. “Ah no –manifestó Afrodisio–. Ninguna es tan tetona como para hacer eso”. 


Acude a mi memoria en este punto una bonita anécdota. A mediados del pasado siglo vivió y trabajó en México una actriz de cine llamada Hilda Kruger, alemana. A más de ser muy bella, esa señora era muy culta: escribió con bien cortada pluma acerca de dos mujeres mexicanas cuyas figuras la sedujeron: Sor Juana y la Malinche. Su principal atributo, sin embargo, era un exuberante busto cuya opulencia desbordaba el amplio escote de los vestidos que usaba ex profeso para lucir aquel profuso encanto. En cierta ocasión coincidió en una recepción diplomática con don Luis María Martínez, arzobispo primado de México. Al lado del eclesiástico estaba el michoacano José Rubén Romero, hombre de ingenio pícaro y travieso, creador del famoso Pito Pérez. La actriz llevaba en el pecho una cruz de oro que el prelado no pudo menos que notar. Le dijo a la Kruger: “Veo con emoción, señora, que a pesar de su profesión artística no ha olvidado usted su fe, como lo demuestra la preciosa cruz que lleva”. Cuando se retiró la dama Romero le dijo al arzobispo: “Monseñor: con el mayor respeto, pienso que lo que a usted lo emocionó no fue la cruz, sino el Monte Calvario”. FIN.