martes, 28 de julio de 2015

julio 28, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


En aquellos tiempos eso de ser conscripto en México era cosa muy seria. Cuando llegabas a los 18 años debías por fuerza responder al llamado del Ejército, vale decir de la Patria, y hacer el servicio militar. Sólo así podías obtener la cartilla, documento más necesario entonces que la credencial de elector hoy. Sin la cartilla no podías entrar en las cantinas y congales, la más accesible forma de paraíso terrenal. Si no te registrabas "para marchar", marchabas. Eras considerado desertor, y
podías ir a la prisión militar, donde había soldados mariguanos que te hacían objeto de abusos tan inconfesables que ni siquiera podías confesar. Así pues al llegar fatalmente a aquella edad -a todas las edades se llega fatalmente- acudías al centro de reclutamiento que te correspondía. Ahí te preguntaban tus generales -nunca faltaba quien respondiera: "Acabo de llegar; todavía no conozco a ninguno"-, te tomaban las huellas digitales y te citaban para que fueras tal día a tal hora a tal lugar a fin de participar en el sorteo. La sola mención de esa palabra, "sorteo", te ponía a temblar. En el sorteo cada conscripto debía sacar a ciegas, de una urna o ánfora, una bolita de madera. Había muchas bolas negras y algunas blancas. Aquellos que sacaban bola blanca quedaban ipso facto incorporados al Ejército. Eran acuartelados, casi siempre en ciudades alejadas de la suya, expuestos a aquellos abusos inconfesables que arriba, con pena y todo, mencioné. Interrumpían sus estudios o abandonaban su empleo; dejaban familia, novia y amigos, y muchos de ellos, cuando regresaban, traían vicios entre los cuales el del alcohol era el menor. Por todo eso, si a algún pobre muchacho le tocaba bola blanca aquello constituía una tragedia para él y los suyos. Claro, cuando al sortear a los conscriptos se mencionaba el nombre de alguno que había sacado bola blanca, la banda municipal rompía a tocar una jubilosa diana, las autoridades aplaudían, y bellas damitas de la localidad entregaban ramos de flores al venturoso joven a quien la suerte había deparado el alto honor de ir a servir a la Patria en los cuarteles. El afortunado recibía llorando de aflicción las flores y los vítores, en tanto que aquellos que habían sacado bola negra, y que no iban a tener tan señalado honor, decían entre dientes para que la Patria no los oyera: "Ya chingué". Pues bien: sucede que en el Potrero hubo aquel año solamente dos muchachos en edad militar. Uno de ellos se llamaba Abundio, el otro no. De los dos uno tenía por fuerza que ser acuartelado, vaya usted a saber dónde. El otro seguiría en el Potrero, sin más obligación con la Patria que la de seguir haciendo su trabajo de cada día y, llegado el momento, darle un soldado en cada hijo. El muchacho que no era Abundio era hijo del comisariado ejidal, quien a su vez era compadre del alcalde. Para salvar a su retoño del alto honor de servir a la Patria, el tal comisariado se conchabó con el encargado del reclutamiento. Pusieron en un sombrero dos papeletas -no había ánfora ni bolas-, y dijeron a los sorteados que una de ellas decía: "Bola blanca", y la otra: "Bola negra". Mentían. Las dos papeletas decían: "Bola blanca". Le pedirían a Abundio que sacara él primero su papeleta -le correspondía, por orden alfabético de nombre-, y luego harían desaparecer mañosamente la otra papeleta. Pero ya desde entonces Abundio era don Abundio. Algo le ayudó, debo decirlo, el aviso que le dio Rosa, su novia, sobrina del comisariado, enterada de la añagaza por una indiscreción que cometió su tía, feliz en la seguridad de que su hijo no iría a algún cuartel. Llegado, pues, el momento del sorteo, el reclutador le pidió a Abundio que sacara una papeleta. La sacó él y de inmediato, ante la sorpresa de las autoridades y el público presente, se la llevó a la boca y se la tragó. Luego dijo, tranquilo: "Que mi compañero saque la otra papeleta. Si dice 'Bola negra', yo iré al cuartel, pues eso querrá decir que la que me tragué decía: 'Bola blanca'. Si no...". No hubo si no. También en el Potrero actúan las influencias. El reclutador levantó un acta en la que constaba que los dos jóvenes del Potrero estaban físicamente incapacitados para prestar el servicio militar. Y todos contentos. Incluso la Patria. FIN.