martes, 14 de julio de 2015

julio 14, 2015
Carlos Loret de Mola Álvarez / Historias de reportero

Cuando capturaron a Joaquín El Chapo Guzmán Loera en febrero del año pasado, varias fuentes de primer nivel en el gabinete federal me confirmaron que el presidente Enrique Peña Nieto ordenó que no fuera extraditado a Estados Unidos.

La opción se puso sobre la mesa por los temores que existían sobre la posibilidad de una segunda fuga, por las dudas en torno al sistema penitenciario mexicano, incluso el de máxima seguridad.

Pero el Presidente, dicen quienes lo atestiguaron, fue muy contundente: ordenó al entonces procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, que en coordinación con el canciller José Antonio Meade, explicaran a sus contrapartes estadounidenses que el hombre más buscado del mundo no sería enviado a una prisión de la Unión Americana. Debían ser especialmente corteses puesto que la ayuda de las agencias de inteligencia de ese país habían sido clave para su detención en Mazatlán, Sinaloa.


Al mismo tiempo, el primer mandatario encomendó al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y a Monte Alejandro Rubido, comisionado nacional de Seguridad Pública (encargado directo de las prisiones federales), que redoblaran la vigilancia, que no escatimaran en cuidados para que el capo del cártel de Sinaloa no se escapara de nuevo. Eso sería “imperdonable”, le declaró días después de su captura en 2014 a León Krauze en una entrevista para Univisión, que se ha vuelto más pertinente que nunca:

“Todos los días, al titular de Gobernación, es algo que ya se convierte en (un) le dije: ¿y lo tienes bien vigilado (a El Chapo)? ¿Está seguro? Porque evidentemente es una responsabilidad que hoy tiene a cuestas el gobierno de la República: el asegurar que la fuga ocurrida hace algunos años nunca más se vuelva a repetir”.

El objetivo de la controvertida decisión de Peña Nieto de no extraditar al capo más poderoso era uno y sólo uno: demostrar a sus gobernados y al mundo entero que el Estado mexicano era fuerte y que nada ni nadie lo ponía en jaque. Esa búsqueda de la fortaleza del Estado fue eje rector de mucho más allá que la captura de El Chapo: fue lo que acordaron gobierno y opositores en el Pacto por México; fue la señal que se envió con la detención de la líder sindical más fuerte de América Latina, la maestra Elba Esther Gordillo, entre otras.

Año y medio después de ser aprehendido, El Chapo se fugó del penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez. No se fugó por un túnel. Se fugó por corrupción. La corrupción es la vía de escape, no su regadera. Y México está empañado por una corrupción que no parece incomodar el ánimo presidencial.

La fuga del narcotraficante más influyente de las últimas décadas es sólo la consecuencia de dicha corrupción —ya sabremos a qué niveles— que resulta en la exhibición de la debilidad del Estado al punto de la burla internacional. Y ante esa corrupción, un Estado que la tolera, incapaz de enfrentarla o sin deseo de hacerlo.

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