martes, 2 de junio de 2015

junio 02, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


“¡Qué cursi! ¿Y para colmo se llama Margarita!”. Así dijeron sus amigas cuando se enteraron de que tenía tuberculosis. Y rieron con risa que parecía hecha de cristales rotos. Ella no se angustió al conocer su enfermedad. Después de todo su madre había muerto de lo mismo. Le preocupó su padre, sí. Y es que eran nada más los tres: Él, ella y la sombra de la muerta. La difunta señoreaba la casa, oscura de tristezas y silencios. Desde su muerte el hombre dejó de ser quien era. Se hizo nadie. Y casi se hizo nada, de no ser por la rabia que nació en él, por el odio con que miraba al mundo, a la vida, a Dios, a todo. Ni siquiera le fue dado el don del llanto. Cuando la mujer se le fue, se fue él con ella. Quedaron sólo su piel, sus huesos y su carne. Caminaba como espectro por la casa, vacía ahora de quien la llenó. La hija se angustiaba al ver el sufrimiento de su padre. Le decía suplicante: “¡Papá!”. Y él: “Déjame”. A veces, sólo a veces, ponía en la muchacha una mirada extraña, como la de aquel que ve sin ver. Ella sabía: No la estaba viendo a ella; miraba a la esposa ida. En los rasgos de la hija quería recobrar a la ausente. Inútil: Una palabra, un gesto diferente a los de la muerta rompían aquel espejismo, y entonces él miraba con rencor a la que se parecía, pero no era. Empezó a beber, dejó de trabajar. Ya no salía de la casa. Andaba sucio, descuidado. Respiraba, pero estaba tan muerto como la muerta que fue todo en su vida. Mientras tanto la enfermedad iba agostando a la hija. La fiebre le ponía en los ojos esa luz que, dicen, aparece de pronto en los agonizantes. Sus mejillas mostraban el rubor de la tisis. Por la noche sus toses mantenían despierta a la casa, y en la mañana había marcas de sangre en las almohadas. Su padre veía aquello, pero estaba demasiado hundido en su propia muerte para acompañar a la que iba a morir. Sólo una vez le dirigió unas torpes palabras de consuelo: “Te tengo envidia. La vas a ver antes que yo”. Un día ella le dijo: “Papá: Le pedí a la Virgen de Lourdes un milagro”. Respondió él, hosco: “Los milagros no existen”. Y la muchacha, cierta: “El mío sí me lo concederá la Virgen”. En ese tiempo estaba muy de moda la Virgen de Lourdes. En las casas la gente hacía pequeñas grutas con la imagen de la que daba salud a los enfermos. La muchacha le rogó a su padre: “Hazme en el patio la gruta de la Virgen”. El hombre creyó oír en la voz de su hija el mismo tono suave, pero de firme autoridad que tenían las palabras de su esposa. Quizá fue eso lo que lo movió a ponerse en obra. Salió de su casa -¿cuánto tiempo había pasado desde la última vez que salió de ella?- a buscar lo necesario para hacer la gruta. Consiguió piedras de las llamadas “de agua”, porosas y ligeras. Fue a la tienda de artículos religiosos y compró una bella imagen de la Virgen. Dejó de beber. Aquel trabajo lo volvió a la vida. En la tienda lo había atendido una amable mujer que, se enteró después, era soltera. Cuando acabó de hacer la gruta la invitó a verla. Ella se puso triste al conocer la enfermedad de su hija. Las dos hicieron amistad, y la muchacha se alegró al saber, meses después, que su padre le había pedido a su nueva amiga que se casara con él. Ahora el hombre era otro hombre. Se le veía feliz, vivía una nueva vida. Ella, por su parte, vivía su muerte. Llegó el día en que no pudo ya levantarse de la cama. Su amiga -la novia de su padre- dejó de trabajar para atenderla. Los tres conversaban en su cuarto. A veces jugaban a las cartas y reían los lances del juego como si en la casa no hubiera enferma. Una tarde tosió más que de costumbre. Se avergonzó al ver que en su mano el pañuelo blanco se había vuelto rojo. Su padre, angustiado, llamó al médico. Éste, después de auscultar a la muchacha, lo llamó aparte y le dijo que de seguro su hija moriría aquella noche. Volvió a sentir el hombre la misma rabia que sintió con la muerte de la otra mujer amada. Regresó al lado de la enferma. Le dijo la muchacha: “Ya lo sé”. “¿Lo ves? -habló él con voz ronca-. Los milagros no existen”. “Sí existen -sonrió ella-. No le pedí a la Virgen vivir yo. Le pedí que volvieras a vivir tú. Me hizo el milagro”. Murió esa misma noche. La tuberculosis la mató. Qué cursi. Y para colmo se llamaba Margarita. FIN.