sábado, 9 de mayo de 2015

mayo 09, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Buenos frutos. Un pobre hombre y su mujer iban por un oscuro callejón y les salió al paso un asaltante. Amenazó con su pistola al desdichado y le dijo con voz ronca: "¡Entrégueme su cartera o violaré a su esposa!". "¡Soy pobre! -gimió él-. ¡Ni siquiera tengo cartera!". Añadió secamente la señora: "Y a mí me duele la cabeza". Don Frustráneo acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le dijo: "Mi esposa Nivia es frígida. Cuando abre las piernas se le prende un foquito adentro, como al refrigerador. ¿Podría usted darle algo que estimule su libídine?". Respondió el facultativo: "Tengo un elixir hecho a base de aceite de tortuga y delfín. Con una sola cucharada de esa poción maravillosa desaparecerá la frigidez de su mujer". El señor adquirió cuatro galones del prodigioso líquido. Un mes después regresó con el doctor y le informó: "Mi mujer ha mejorado mucho. Ya reacciona más ante los estímulos eróticos. Pero quiero que me haga usted un grandísimo favor". "¿De qué se trata?" preguntó el galeno. Pidió don Frustráneo: "Haga más grande la dosis de aceite de delfín, y más pequeña la de aceite de tortuga. Los movimientos de mi esposa al realizar el acto del amor no tienen la gracia del delfín, pero sí la lentitud de la tortuga". Babalucas, recluta de la Fuerza Aérea, estaba en una cama de hospital vendado de los pies a la cabeza igual que momia egipcia. El capitán de su sección fue a visitarlo. Le preguntó: "¿Qué te pasó?". Respondió con feble voz el lacerado: "Fue al saltar del avión". Inquirió el capitán: "¿Te falló el paracaídas?". Babalucas se sorprendió: "¡Ah! ¿Qué había que saltar con paracaídas?". Uglicia, mujer más fea que un coche por abajo, le pidió con desgarrado acento a su vecino: "¡Detenga a ese hombre! ¡Me hizo tocamientos impúdicos, y al ver que usted venía huyó corriendo!". "Discúlpeme, vecina -se apenó el sujeto-. Me voy a retirar a ver si regresa". Hace un par de años recibí el Premio Rey de España de manos del embajador en México de ese queridísimo país, para mí la Patria Madre. En la misma ocasión Fernando Landeros, presidente de la Fundación Teletón, recibió igualmente esa honrosísima presea. Tuve ocasión entonces de conversar con él. Su amabilidad y sencillez me impresionaron, lo mismo que su evidente entrega a la labor que esa institución realiza. Conozco esa obra porque en Saltillo, mi ciudad, ha beneficiado a mucha gente. La ola de irritación social que últimamente ha inundado el país a través de las redes sociales ha hecho de Teletón uno de sus blancos predilectos. Se da por hecho que es un instrumento de grandes corporaciones para obtener ventajas económicas; un engaño que se vale de la buena voluntad y generosidad del público para conseguir oscuros fines de dinero. Nadie, sin embargo, ha aportado una sola prueba que ponga cimientos de verdad a esa engañosa percepción. Sucede que el escepticismo y la incredulidad se han apoderado del ánimo de la población -y con sobrados motivos-, y esa falta de confianza se extiende a todas las instituciones, aun a aquellas que verdaderamente hacen el bien. Tal es el caso, pienso, de la Fundación Teletón. En el artículo que ayer publicó Fernando Landeros en Reforma se enumeran algunos de los muchos buenos frutos que del trabajo de esa institución y de la generosidad comunitaria han derivado. Deberíamos todos apoyarla en vez de dar oídos a las falsedades que en automático se repiten sobre ella. Ahora bien: nadie me dé las gracias por esto que escribí. No sé si lo hice por defender al Teletón o para decir que hace un par de años recibí el Premio Rey de España. Un grupo de marineros regresó a su base, y su comandante se enteró de que había llegado al puesto un contingente de enfermeras. El rudo marino fue con la oficial encargada de las jóvenes y le pidió: "Encierre a sus muchachas. Mis hombres llevan tres meses sin ver a una mujer, y puede haber problemas". "No habrá problemas -manifestó, terminante, la oficial-. Mis chicas tienen aquí lo que toda mujer debe tener". Y al decir eso se apuntó con el dedo a la cabeza para significar que sus enfermeras tenían inteligencia y juicio. Respondió con firmeza el marinero: "No importa dónde lo tengan, señora; mis muchachos se lo encontrarán". FIN.