viernes, 22 de mayo de 2015

mayo 22, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Palabras necias. Evoquemos el triste caso del poeta que retornó a su pueblo. Lo trajo de regreso la nostalgia de un amor nunca olvidado. Entró en el solar nativo a paso lento: Así camina quien lleva en sí una carga de recuerdos, y más si las aceras de la calle están llenas de pozos. Llegó a la plazuela del lugar y vio ahí a un muchachillo que, sentado en una banca, jugaba Candy Crush en un iPad de cuerda, pues la modernidad no había llegado del todo a esa alejada población. Le preguntó al niño: “Dime, di, rubicundo rapazuelo: ¿Qué fue de Gwangolina, la hermosa joven que moraba en esa casona solariega cabe el antiguo templo parroquial; aquella bella ninfa de frente nívea como los volcanes de mi patria, ojos color de cielo, mejillas róseas, labios purpurinos, perlinos dientes, cuello de gacela, senos iguales a copas de alabastro para beber en ellos el dulce néctar del amor; cintura cimbreante de palmera; grupa de potra arábiga, ebúrneas piernas y diminutos pies en cuya felpa rosa clavó el poeta su enamorado corazón? Contesta, niño, dime: ¿Qué fue de Gwangolina?”. Respondió el chiquillo: “Se casó”. Y clamó el bardo, desolado: “¡No mam..., cabr...!”. Tales palabras fueron las mismas que profirió Lorenzo Córdova, consejero presidente de ese oneroso e inútil arsenal de carabinas de Ambrosio llamado Instituto Nacional Electoral, feudo, trinchera y bastión de los partidos, y tan alejado como ellos de la ciudadanía y el bien comunitario. No me extrañó nadita el discurso lleno de términos lumpenproletariat del maldiciente funcionario. Pertenece él a la misma casta de políticos que con sólo que se les rasque un poco la leve capa de barniz que los recubre dejan ver la soberbia de aquellos que se sienten por encima de los otros; la pobre condición de quienes no han sacado de los libros más que vanidades, y que a pesar de los grados y títulos que ostentan siguen siendo ineducados y carecen de esa cultura verdadera que se manifiesta, aun inconscientemente, en el trato y el habla. No estoy proponiendo que esa gente sujete sus acciones y palabras al Manual del Perfecto Carreño. Sólo digo que de la educación y las lecturas deriva un sentido del bien que impide a quien lo tiene degradar a sus semejantes, hacer mofa de ellos o humillarlos aun en la conversación privada. Ese sentido parece haber estado ausente de la peroración indigenista que se le descubrió al señor Córdova, ahora tan exhibido y cuestionado. Hay quienes dicen que sus palabras fueron discriminadoras. En mi opinión fueron más bien necias, lo cual es aun peor. Por eso, por educación, no pongo sello a este farragoso comentario con las mismas palabras con que el bardo que regresó a su pueblo recibió la infausta noticia del desposorio de su amada. Varias parejas de jóvenes casados fueron con otros amigos a un antro o bar este pasado jueves. El llamado “juebebes”, ya se sabe, es el preludio de los refocilos del fin de semana. De pronto uno de los maridos observó que su esposa se había ausentado de la mesa, lo mismo que uno de sus amigos, soltero él. Pensó que habrían ido al baño, pero advirtió con inquietud que ambos tardaban mucho en regresar. Se levantó a buscarlos. No los vio. Se le ocurrió ir afuera: Quizá, cansados del humo de cigarro que llenaba el antro, habían salido a respirar el aire puro de la noche. Habían salido, en efecto, pero no a respirar el aire puro de la noche: Los dos estaban en el coche del amigo entregados, a juzgar por el rítmico bamboleo del vehículo, a practicar el consabido in and out. Corrió hacia ellos, desalado. Lo vio venir el amigo, hizo que la mujer descendiera con prontitud del automóvil y arrancó a toda velocidad para salvarse de la venganza del esposo. “¡Maldito! -le gritó éste hecho una furia-. ¿Te vas sin pagar tu parte de la cuenta?”. Luego se volvió hacia su mujer, que estaba terminando de ponerse la breve prenda que se había quitado para efectos de la indebida coición. Le preguntó iracundo: “¿Por qué hiciste eso, malaventurada?”. “Perdóname, Camelino -gimió ella-. Es que tu amigo me puso algo en la bebida”. “¿Qué te puso?” -inquirió él, alarmado. Respondió la muchacha: “Me puso, recargado en la copa, un recadito que decía: ‘Te espero en el estacionamiento’”. FIN.