jueves, 23 de abril de 2015

abril 23, 2015
Historias de reportero | Carlos Loret de Mola Álvarez

Siempre me ha parecido lamentable que a Angélica Rivera, esposa del presidente Enrique Peña Nieto, la critiquen porque fue actriz de telenovelas y porque posó en traje de baño para fotografías. Es sexista y discriminatorio. Como si las actrices de televisión fueran personas menos dignas, como si las mujeres no pudieran hacer con sus cuerpos lo que mejor les plazca. Es especialmente contradictorio que se autodenominen “de izquierda” quienes lancen estas burlas. Su fascismo de clóset los exhibe.

Sin embargo, a últimas fechas, la “primera dama” —el término me suena monárquico, pero así se conoce— ha acumulado actos públicos que sólo muestran desconexión con la realidad política del país y desdén por su tarea como esposa del Presidente, y minan gravemente la aceptación que solía tener el público de ella. 


Lo extraño de esta racha de yerros es que no siempre fue así: cuando en la víspera de la campaña presidencial se casaron Angélica Rivera y Enrique Peña Nieto, el pronóstico era que realizaran un desmedido fiestón que sirviera como despliegue de poder del entonces candidato puntero. Pero no hubo lujos excesivos ni vestuarios carísimos, se evitaron frivolidades y se seleccionaron las sencillas imágenes difundidas a la prensa del corazón. Lo manejaron con tal cuidado que ninguno de sus opositores tuvo materia para atacar al popular novio y su todavía más popular novia.


Luego, en campaña, Peña Nieto tuvo una gran aliada en su Gaviota. Incluso ella era requerida en actos para apoyar a candidatos del PRI-PVEM… aunque no pudiera ir él. Ya en Los Pinos, el arranque fue discreto, bajo control, con la agenda políticamente correcta que suele acompañar el trabajo de las primeras damas.

La debacle empezó cuando no sé a quién se le ocurrió ponerla de pararrayos de la más grave crisis del sexenio de su marido: salió en un video que no tiene virtud para tratar de explicar por qué la cuestionada casa de Las Lomas era suya y por qué ella y su esposo eran víctimas.

El pararrayos no sirvió: la grabación no apagó los cuestionamientos y volvió una denuncia por presunto conflicto de interés que impactaba sobre todo en el “círculo rojo” en un tema de telenovela para la gran audiencia nacional.

Después sólo se puso peor: el maquillista transportado en el avión presidencial a China en medio de las críticas por la casa, los viajes de integrantes de la familia a Las Vegas cuando nada se sabía de los 43 de Ayotzinapa, los vestidos de alta costura (y más alto precio) llevados a la fastuosa gira en Gran Bretaña, el paseo por Beverly Hills. Cada aparición, una frivolidad. Cada viaje, un escándalo. Cada foto, un flanco vulnerable para el gobierno federal.

¿Podrá regresar al sendero inicial o ya es demasiado tarde?

La crisis por la primera dama es por tanto crisis de su esposo.

SACIAMORBOS. Es delicado hablar de la primera dama porque los asuntos a relatar se ubican en los límites de lo público y lo privado. Su figura pisa ambos territorios. Pero las primeras damas tienen una responsabilidad pública y ante el público. Y eso, lo público, es materia de esta columna.

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