martes, 28 de abril de 2015

abril 28, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


"Y te vamos a comprar tu vestido en La Gardenia". Así le dijo su hija, la mayor. Todos rompieron a reír, y él más que todos. Porque "La gardenia" era la tienda que vendía los vestidos de las quinceañeras, y él cumplía 15 años. No de edad, claro, sino de no probar una gota de alcohol. Recordaba lo que fue su vida antes de dejar la copa, y se espantaba. Había sido él lo mismo que fue su padre, igual que fue su abuelo: un borracho. Aun ahora, cuando hacía tanto tiempo que sus antepasados estaban muertos, seguían latiendo en su sangre, y sentía por ellos una mezcla de odio y compasión. Con frecuencia los soñaba. Los veía frente a él, ebrios, llamándolo con la mano y ofreciéndole una bebida. Él se despertaba, tembloroso, y ya no podía dormir. La memoria le llenaba la noche de fantasmas. Aquella noche que tundió a golpes a su mejor amigo porque le dijo que se quitara de la borrachera. Las tantas veces que fue a dar a la cárcel por pleitos de cantina. El día que asistió ebrio al examen público de su hijo, y quiso decir un discurso en el salón de clases, y no pudo pronunciar palabra, y estuvo a punto de caer. Los niños se rieron de él; su hijo, avergonzado, salió corriendo del salón. Fue entonces cuando se decidió por fin a ir a una junta de Alcohólicos Anónimos. Mil veces se lo había pedido su mujer, y él se había negado siempre. Aquello le parecía inútil: borracho hoy, borracho siempre. Recordaba a su padre cuando llegaba cayéndose a la casa. Los dos hijos mayores se ponían frente a la mamá para evitar que el hombre la golpeara; los pequeños se escondían debajo de la cama para que no los viera y los abrazara entre lágrimas, babeando, antes de pegarles también. Ahora aquel borracho era él. Sus compañeros de parranda le decían: "No puedes negar tu sangre". Pero llegó el día en que supo que eso no podía seguir. Quería a su mujer y a sus hijos, y le daba vergüenza que sintieran miedo de él, igual que él sintió siempre miedo de su padre. Asistió a una sesión de los AA. Oyó a los alcohólicos que narraron sus experiencias. Al hombre que había estado años en prisión porque al ir manejando ebrio atropelló a una anciana y la mató. A la mujer que había perdido para siempre a su familia, por borracha. Y sin embargo ellos, y los demás que hablaron, se habían liberado del alcohol. ¿Por qué no se liberaba él? ¿Acaso no podía matar aquella maldición que le corría por las venas? Siguió yendo a las juntas de AA. Y finalmente hizo la prueba: dejó de beber un día. Un día nada más. El siguiente tampoco bebió, y el otro. Aquello fue difícil, pero se sentía apoyado. Su esposa y sus hijos iban todos los días a la iglesia a pedir por él. En la casa lo llenaban de cariño, y eso lo fortalecía. A veces lo asaltaba la tentación; sentía como un cuchillo que le cortaba por dentro. Pero la resistía. Cumplió un año sin beber. Le organizaron una fiesta, con pastel de una velita, como si hubiera cumplido un año de nacido. Su familia y sus compañeros de AA lo hicieron sentir un héroe. A un año siguió otro, y otro, y otros más. Y ahora iba a cumplir 15 años sin beber. Fue entonces cuando su hija la mayor le dijo aquello de que le iban a comprar su vestido en La Gardenia; fue entonces cuando todos rieron jubilosos, y él más que todos. En este punto debería terminar la historia. Pero es aquí cuando el demonio que todo escritor lleva consigo se me posa en el hombro y me dicta las siguientes líneas. Me dice que la víspera de la fiesta el hombre de mi historia cayó en la tentación de beber una copa -una nada más- para celebrar el acontecimiento, y que se embriagó, y recayó, y volvió a ser un borracho, y otra vez fue la desgracia y vergüenza de los suyos. Ese final es muy dramático, lo sé. Le da fuerza al relato, en la línea de Dostoievski o de Zola. Pero no sucedió así. La vida es casi siempre más misericordiosa que los escritores. A éstos les gusta el color negro; la vida usa, si no un imposible tono eternamente blanco, sí al menos un compasivo y rutinario color gris. El hombre cumplió 15 años sin beber, y no volvió a probar una gota de licor el resto de sus días. Alguien dirá que el final de mi cuento es de color de rosa. Quizá lo sea, pero así fueron las cosas. Todo sucedió tal como lo he narrado, incluso aquella broma de que le iban a comprar su vestido en La Gardenia. FIN.