sábado, 7 de marzo de 2015

marzo 07, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Faltaron camas para acomodar a los deportistas que iban a participar en unas competencias nacionales. Esa escasez hizo que una chica y un chico tuvieran que compartir la misma cama. El entrenador de la joven le dijo: “Para tu tranquilidad, Althea, pondré una almohada entre tú y ese muchacho”. A la mañana siguiente la chica le preguntó a su compañero de lecho: “¿Cuál es tu deporte?”. Respondió él: “Salto de altura”. Comentó la muchacha, desdeñosa: “No has de ser muy bueno. Anoche no fuiste capaz de saltar una almohada de 20 centímetros de altura”. El paciente del doctor Duerf, célebre analista, le dijo con angustia: ¡Doctor! ¡En mi trabajo todos me ven con malos ojos!”. “No se preocupe -lo tranquilizó el analista-. Eso sucede porque usted es oftalmólogo”. (En otra ocasión Babalucas comentó: “Fui a ver al ojista”. Alguien lo corrigió. “Querrás decir que fuiste a ver al oculista”. “No -repuso el badulaque-. De ahí estoy bien”). Dijo en tono terminante la señora Edison: “No me importa que tú hayas inventado el foco, Thomas. Con la luz prendida no”. Pepito le preguntó a su abuela: “¿Estuviste en el arca de Noé?”. “Claro que no, hijito” -respondió la señora, divertida. Insistió el chiquillo: “¿Y entonces cómo no te ahogaste?”. Doña Gorgolota y su maduro esposo don Languidio fueron a una marisquería. Ella leyó el menú y luego fue hacia donde estaba el mesero. Le dio discretamente una generosa propina y le dijo en voz baja: “Veo que tienen un coctel llamado ‘Levantamuertos’. Lleve a nuestra mesa el más grande que tenga, y haga como que se le cae en la entrepierna de mi esposo”. Me gusta mucho la palabra inefable. Ese adjetivo se aplica a todo aquello que no se puede explicar con palabras. Por ejemplo, la palabra “inefable” es inefable. Así son también las bellezas de México. Imposible describir con palabras sus tesoros de arqueología, de arte y artesanía, de arquitectura antigua y nueva, de tradiciones, de paisaje, de atuendos, de gastronomía, y añadan mis cuatro lectores mil etcéteras, inefables también. Y sin embargo muchos de nosotros no conocemos esas riquezas, y antes vamos a Dubai o Bahrein que a Oaxaca o Michoacán. Deberíamos poner en nuestros hijos un acendrado amor a México y sus multiplicadas hermosuras. Sé bien que hay malos mexicanos que estorban con sus crímenes, sus violencias o desórdenes el conocimiento de algunas de esas bellezas. Pero las más de ellas están a nuestro alcance; son parte de nuestro patrimonio nacional, y son por tanto herencia de las generaciones nuevas, cada vez más indiferentes a su patria, de la que a veces -me da pena decirlo- se avergüenzan. No debemos confundir a México con los malos mexicanos. Por cada uno que lo daña con sus perversidades o desvíos hay miles y miles que cada día le dan su trabajo y su amor. Esto que digo no es vana oratoria: es instinto de conservación. Para salvar a México lo primero que debemos hacer es amarlo. El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus fieles a condición de que no se consume en el domicilio conyugal, felicitó a la pareja de ancianos feligreses. “¡Me conmueven, hermanos! -les dijo emocionado-. Los estuve observando a lo largo del servicio, y debo decirles que es muy edificante el ejemplo de amor que ustedes dan. Ya es muy raro el caso de una pareja de casados que se toman de las manos”. Explicó la viejecita: “Es que a éste le da por tentarle las pompas a la mujer que tiene adelante, por eso debo tenerlo agarrado”. Astatrasio Garrajarra, ebrio con su itinerario, llegó a su casa a las 8 de la mañana. Su abnegada esposa le dijo, gemebunda: “¡Me tenías muy preocupada! ¡No dormí en toda la noche!”. Replicó Garrajarra: “¿Y piensas que yo sí dormí?”. El curita recién ordenado le preguntó a su párroco, el buen padre Arsilio: “¿Cómo estoy haciendo la cosas, señor cura?”. “Bastante bien, hijo -contestó él-. Sólo me permito hacerte tres observaciones. En tus sermones evita referirte a los apóstoles como ‘los cuates de Nuestro Señor’. A Judas llámalo ‘traidor’ o ‘aleve’, pero no ‘hijo de la chingada’. Y cuando te dirijas a sor Bette, esa monjita joven y agraciada, puedes decirle ‘madrecita’, pero no ‘mamacita’”. FIN.