domingo, 1 de marzo de 2015

marzo 01, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Babalucas se metió a compositor. Les informó a sus amigos: “Voy a escribir una opereta. Se llamará ‘El Soldado de Chocolate’”. Le indicó uno: “Ya hay una opereta que se llama ‘El Soldado de Chocolate’”. Declaró Babalucas: “Entonces la mía se llamará ‘El Soldado de Vainilla’”. En otra ocasión Babalucas participó con un amigo en un concurso de vuelo en globos aerostáticos. Cuando iban ya en las alturas empezó a sonar el radio. “Llamando al globo número 66 -dijo una voz-. Llamando al globo número 66”. Respondió Babalucas: “Nosotros somos el número 99”. “Corrijan su posición -ordenó la voz-. Ustedes son el globo 66”. Por cierto, el abuelo de Babalucas fue uno de los pasajeros del Titanic. Cuando el gigantesco navío empezó a hundirse el señor meneó la cabeza con disgusto y dijo: “¡Qué manera más idiota tienen de llenar la alberca!”. La esposa de lord Bibendum, caballero que solía empinar el codo más de lo que aguantaba el resto de su cuerpo, amenazó a su marido: “Éste es un ultimátum: si vuelves a probar el whisky jamás volverás a hacer el amor conmigo”. Milord se quedó pensativo. Le preguntó, amoscada, la señora: “¿Por qué no dices nada?”. Respondió, pensativo, lord Bibendum: “Estoy tratando de decidir entre un whisky de 18 años y unas pompas de 50”. Cierto periodista pasó por un pequeño pueblo y vio a un hombre que parecía tener todos los años del mundo Se detuvo y le preguntó: “¿A qué atribuye haber llegado a su avanzada edad?”. Contestó el sujeto: “Fumo como chacuaco, bebo como cosaco, y hago el amor tres veces cada día”. “¡Fantástico! -se admiró el periodista-. Y dígame: ¿cuántos años tiene?”. Respondió el otro: “Veintitrés”. Aquel señor de edad madura casó con mujer joven. Pronto se vieron los resultados de tan desigual unión: la chica entró en amores con un muchacho a quien el señor había dado toda su confianza, y que entraba en la casa como si fuera suya. Cierto día el desdichado marido regresó de un viaje sólo para encontrarse con la palmaria escena de su infelicidad: su esposa y el joven a quien protegía estaban uno en brazos del otro. “¡Ah, Pitorro! -clama el señor con dolorido acento dirigiéndose al muchacho-. ¡Te brindé mi amparo y mi cariño! ¿Por qué me haces esto?”. “Pero, padrino -se defendió el tipejo-. A usted no le estoy haciendo nada”. Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, por fin encontró novio. En el arrebato del inaugural amor disfrutaba la novedad de sus caricias. Gustaba él de besarla en el cuello. “Los besos -le decía- son el lenguaje del amor”. “¡Entonces háblame más bajo!” -pedía Celiberia respirando con agitación. Don Pugnacio y doña Beligeria sostenían su enésima riña conyugal. Le gritó ella: “¡No actúes como un imbécil!”. Replicó él, furioso: “¡No estoy actuando!”. La curvilínea muchacha fue con el joven médico. “Estoy muy preocupada, doctor -le dijo-. Padezco insomnio”. Contestó el novel galeno: “Yo también. ¿Qué le parece si una noche de éstas compartimos nuestros insomnios?”. Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, conoció en cierto bar de rompe y rasga a una mujer de opulentos atributos corporales cuyo oficio o profesión eran evidentes. Entabló conversación con ella, le invitó unas copas, y luego le dijo: “Siento la irrefrenable tentación de darte unas mordiditas en las bubis. ¿Cuánto me cobrarías por eso?”. Respondió ella: “Mil pesos”. “Salgamos de aquí” -le dijo Capronio. Fueron a una calleja oscura que estaba atrás del bar y ahí Capronio empezó a acariciar ardientemente a la mujer en la susodicha parte, que luego empezó a besar y lametear con apasionamiento. Le preguntó, impaciente, la mujer: “¿Cuándo les vas a dar las mordiditas?”. “¡Ah no! -respondió Capronio sin dejar de hacer lo que estaba haciendo-. ¡Eso sale muy caro!”. Simpliciano, muchacho sin ciencia de la vida, llevó a pasear en su automóvil a Pirulina, que tenía muchos kilómetros recorridos. Detuvo el vehículo en un romántico paraje llamado El Ensalivadero, al que solían ir los novios por las noches, y le dio a la experimentada chica unos besitos en la mejilla. Le dijo con romántico acento: “Son unas cucharaditas de amor”. Preguntó ella con impaciencia: “¿Te pasa algo en la pala?”. FIN.