jueves, 5 de febrero de 2015

febrero 05, 2015
Gilberto Avilez Tax

La memoria colectiva de la población maya de la región petuleña, todavía puede recorrerse su sendero como un acto de resistencia a lo que ya no es, a lo que ya no está; y traer al presente -mediante el discurso, mediante la palabra- un pasado que significó mucho para esta región durante la segunda mitad del siglo XIX: la llegada de los rebeldes de Chan Santa Cruz a los pueblos y ranchos de la región. Entre la terquedad del olvido, de la distancia de más de un siglo, y de la memoria oral trasmitida de generación en generación en una sociedad preponderantemente oral;[1] podemos resituar el recuerdo de narradores orales como el ex chiclero, Raúl Cob.[2] Convencidos de que es a través del discurso, de la oralidad, como los “grupos subalternos” responden al olvido o a la memoria selectiva de las historias oficiales (sean locales, regionales o nacionales),[3] intenté, mediante diversas entrevistas, rescatar esa historia de la región. Mediante los distintos discursos, los diálogos en que participa el historiador con sus preguntas, sus dudas, objeciones, sentimientos y asentimientos, lo que se está haciendo es “crear, en el presente, la existencia del pasado”.[4] A través de la memoria oral, lábil las más de las veces, el historiador se adentra: “[…] en los lugares de la tradición, como el elemento de la memoria que articula hoy lo que ya no está y que materializa, en los distintos niveles del discurso, una recurrencia dialógica entre lo que hoy tenemos y lo que ya no está, pero que es narrado y vivido de nuevo, lo que Peter Laslett llama ‘el mundo que hemos perdido, recobrado de nuevo’”.[5]


La Guerra de Castas, para las nuevas generaciones de las regiones que fueron fronterizas, arguyo que es algo borrosa, a veces simples descripciones aburridas, y otras, sólo evocaciones conocidas por medio de las lecturas de los libros.[6] Sin embargo, para las generaciones nacidas entre 1900 y 1920, incluso hasta 1950, la Guerra de Castas significó “lo que mi padre decía”, o “lo que mi madre me contaba”. Podríamos comenzar este tramo de la tesis teniendo presente el recurso de la memoria colectiva de este período en que la región de Peto fue fronteriza a la territorialidad de Santa Cruz, como preámbulo de lo que nos señalan los viejos documentos y los periódicos amarillentos de bibliotecas y archivos.[7]

De la lectura de los discursos recogidos en distintas entrevistas, podemos afirmar que la memoria oral de la Guerra de Castas, o propiamente hablando, la “llegada de los wi’it’es”, o de los que vivían en el monte, es un hecho importante para la identidad de las personas de la región: marca momentos de pánico pero también momentos de coraje entre la población fronteriza que peleaba para defender sus pocas pertenencias. Los del oriente, para la memoria oral, era gente que venía a saquear, que caminaban rápido en noches de luna llena, generalmente en tiempos de cosecha.

En los cabos del pueblo, vigilados día y noche por los “bomberos” que se rotaban, al percatarse estos de la llegada de los invasores, prendían unas “bombas” y con estas alertaban a la población. Las campanas de las iglesias, si es que había, terminaban por despertar, si el ataque era de noche, o avisar a la gente si era de día. No había tiempo sino de poner unas cuantas mudas de ropa en unas petacas, algún pozol o brebaje de maíz para mitigar el hambre, y las mujeres cargar con los niños y los viejos e internarse en el monte, seguramente en una cueva conocida, o en alguna gruta de una milpa cercana.

Los hombres del pueblo que podían pelear, se juntaban generalmente en el centro de la Villa, muchos eran parte de la Guardia Nacional permanente y estaban malamente armados, pero otros, la mayoría, sólo tenían como medio de defensa su cuerpo y la bravura de la desesperación para juntar piedras, palos y otros utensilios de labranza como machetes y coas.

Si el ataque se realizaba a la Villa de Peto, las pocas casas de mampostería del centro, y la altura de la iglesia, les servía de baluartes y de posiciones de tiro a los defensores del pueblo, aunque de inmediato formaban sus albarradas "trincheras" en calles, bocacalles y algunos de los muchos altillos que caracterizan a la Villa. Pero si el ataque se realizaba a un pueblo o rancho del Partido como Tzucacab o Tixhualatún, un batallón de soldados de Guardia Nacional, con varios voluntarios de la Villa armados con cacharros de fusiles y filosos machetes, salían a ese punto a la menor señal de una bomba de aviso, para ayudar en la defensa. Las mujeres, aparte de ayudar para la evacuación de los más débiles, igual ayudaban a los hombres a juntar piedras, a moralizarlos con su presencia y su lucha tenaz contra los cruzoob. Tal es el caso de “Martha la Negra”, que con un machete se parapetó en el centro de Peto y repelió a más de un cruzoob, dando con su ejemplo el coraje necesario para los demás defensores del pueblo. Las mujeres igual quemaban chile o hacían unas “salsas” de picante que tiraban desde las alturas de las pocas casas de mampostería, o desde las puertas de las casas de ripios o bajareques, y que tenían como objetivo los ojos de los de Santa Cruz.

Y si los de Santa Cruz tenían a su Cruz Parlante como “capitana” de sus ejércitos, los de Peto no quedarían sin el “manto protector” de la divinidad, pues entre las historias orales que recogí, se decía que la Virgen de la estrella, patrona del lugar, “era la que andaba defendiendo al pueblo cuando la guerra”, alentando a los soldados de la virgen para pelear contra los soldados de la Cruz, y otorgándole municiones extraídas de forma interminable de su rebozo de mestiza.

La llegada de los “bárbaros” a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX (hasta de unos bárbaros imaginados y esperados por el temor[8]) se dio, incluso, en motines como el de 1915 en la Villa de Peto: los “amotinados” petuleños que saquearon la madrugada del 17 de agosto de ese año varios establecimientos comerciales, fueron confundidos con los “indios rebeldes”;[9] y entre las voces bélicas que daban los saqueadores “avivaban supuestos nombres de Generales mayas como Quituk, Chay, Briceño etc.,”.[10] En Peto, en la nomenclatura actual para designar a los mayas rebeldes de Chan Santa Cruz, rara vez se les dice “indios”, sobre todo entre la población indígena de la región, aunque no se descarta el uso del término. Se les dice “uiniques”, “compas”, o el muy raro “wi’it’es”.[11] Estos conceptos refieren al hombre montaraz:[12] “Los hombres que del oriente vivían en montes muy altos y en el tiempo de la guerra”; o bien, “La gente que venía, es gente que vive en el monte”: el monte, o la Montaña, en palabras de Francisco Poot Aké, era zona de emancipación: “Mira, de antes, esa gente que se sublevó para ir en Quintana Roo, son los que no querían entregarse a la esclavitud, por eso se fue a remontarse la gente allá porque ellos no querían que los gobernaran”.[13]

[1] Me refiero, por supuesto, a la sociedad maya de la región -y no a la sociedad mestiza-, donde he podido obtener la memoria oral de las incursiones rebeldes.
[2] En sucesivas entrevistas a finales de 2012 y los primeros meses de 2013, don Raúl Cob, de 88 años, me contaría varios hechos sobre la Guerra de Castas en el pueblo, el cual en este apartado insertaré como aporte oral.
[3] “La memoria colectiva ha constituido un hito importante en la lucha por el poder conducida por las fuerzas sociales. Apoderarse de la memoria y del olvido es una de las máximas preocupaciones de las clases, los grupos, de los individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas. Los olvidos, los silencios de la historia son reveladores de estos mecanismos de manipulación de la memoria colectiva” (Jacques Le Goff, citado por Pérez Taylor, 2006: 119).
[4] Pérez Taylor, 2006: 134.
[5] Ídem.
[6] En esta cláusula hablo desde mi experiencia de nativo. La Guerra de Castas no fue un recuerdo pasado de padre a hijo, ni de abuelo a nieto, a pesar de que mi abuelo haya nacido en 1920.
[7] Sobre algunas entrevistas que tocan la memoria oral de la Guerra de Castas, cfr Anexo II: Historias orales de la región de Peto sobre la Guerra de Castas. Tesis doctoral mía llamada Paisajes rurales de los hombres de las fonteras: Peto (1840-1940).
[8] Y esto lo digo por el clima de temor que hubo a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XIX en la región de estudio. En una nota de El Siglo XIX reproducida por el periódico oficial yucateco, se señalaba este clima de zozobra en medio de la paz que comenzaba a asentarse en el noroeste yucateco. Nada podía ser más natural, decía la nota, que el temor a las invasiones de “los bárbaros”; que producían una “especie de sombría alarma que mantiene a las poblaciones de Yucatán con la mirada en la frontera, prestando atento oído al menor rumor que de aquellas soledades se desprende y que puede interpretarse como el feroz alarido de los bárbaros…” “La Guerra de bárbaros en Yucatán”. La Razón del Pueblo, 12 de enero de 1881.
[9] En la declaración de Vicente Vázquez sobre estos saqueos, éste asentó que “anoche como a las once y media cuando se encontraba en su casa durmiendo sintió –oyó- la detonación de armas de fuego, toques de corneta y la gritería de mucha gente rumbo a la plaza principal de esta Villa y que temeroso de que sean indios mayas los que habían asaltado la plaza, salió a la calle…” AGEY, Poder Judicial del Estado de Yucatán, sección Departamento judicial de Tekax, proceso instruido a Cancionilo Muñoz y socios por los delitos de robo, asonada y destrucción de la propiedad ajena por incendio, perpetrados en la Villa de Peto, serie juzgado de primera instancia de Tekax, c. 83 (1915).
[10]Ídem. Esto de las referencias como voces de guerra a generales mayas demuestra palpablemente la fuerte presencia étnica en la región.
[11] En similares términos apunta Bartolomé (1988) como se les designa a los de Santa Cruz: jwíit’o’ob, kompas, o kruuso’ob (aunque este último, es una rareza, y más bien, considero que es un término sacado de la literatura de la Guerra de Castas y conocido actualmente entre los habitantes del centro de Quintana Roo.
[12] En palabras como “huites”, “uniques”, incluso los “compas” [apócope de “compadre”, que alude tal vez a la antigua costumbre del compadrazgo que existía, y sigue existiendo, en los pueblos rurales de Yucatán: el "compa" indígena, generalmente es el que tiene por compadre a un "catrín", a alguien que, en el juego de las relaciones interétnicas de Yucatán, sigue un proceso de mixturas, o de "blanqueamientos" sucesivos] va implícito todo el contenido colonial del siglo XIX y muy entrado el siglo XX, de las palabras para referirse al otro, al otro enemigo, al que está allá perdido en las soledades de "La montaña", el que no siguió en el juego de la explotación neocolonial y decidió hacer una guerra, la santa guerra de 1847. Sobre estas palabras de la jerga común en los pueblos de Yucatán, cfr. Redfield (1977), Thompson (1974).
[13] Don Raúl Cob nos da igual una estampa de quién era para él Cecilio Chi: “Cecilio Chi fue el jefe de la defensa de los pobres. Todo lo que hizo fue un don de Dios…Fue el primero en defender a los pobres. A él nunca lo alcanzaron, nunca lo sorprendieron, sino que él sorprendió para ganar la libertad, para separar de la esclavitud a los pobres”. Entrevista de tradición oral con el señor Raúl Cob, 89 años, Peto, Yucatán, 3 de marzo de 2014.