jueves, 19 de febrero de 2015

febrero 19, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


“No quiero cena. Quiero sexo”. Así le decía el recién casado a su mujercita cuando llegaba a su casa por la noche y ella le preguntaba qué quería de cenar. Dicho eso la cargaba en sus brazos en arrebato de pasión y subía con ella la escalera en el más puro estilo de Clark Gable. Todas las noches sucedía lo mismo. En cierta ocasión llegó el muchacho y se sorprendió al ver que su joven esposa se deslizaba una y otra vez por el barandal de la escalera. Inquirió asombrado: “¿Qué haces?”. Con una gran sonrisa respondió ella: “Te estoy calentando la cena”. El médico británico le preguntó al beduino del desierto: “¿Practican ustedes el sexo seguro?”. “Naturalmente -respondió el nómada-. Marcamos con una tiza blanca a las camellas que tiran coces”. Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, contrajo matrimonio con una muchacha sabidora llamada Pirulina. La noche de las nupcias le preguntó: “¿Con cuántos hombres has estado antes de estar conmigo?”. Respondió ella: “Con dos”. “Ah, vaya -se tranquilizó el boquirrubio-. Han sido pocos”. “Sí -dijo Pirulina-. Con esto de la boda el día estuvo muy tranquilo”. Admiro mucho a Héctor Suárez, gran actor. Su personaje el Tirantes, en “Lagunilla, mi barrio”, es inolvidable. A otro personaje dio vida el extraordinario comediante, también digno de recordación: el Milusos. En él representó al mexicano pobre emigrado del campo a la ciudad y obligado a hacerlo todo -a serlo todo- para ganar el pan de cada día. Otra acepción tiene el calificativo: nuestros políticos son también Milusos. Sirven lo mismo para un barrido que para un fregado. Hacen de dulce, de chile y de manteca. De un puesto saltan a otro con la suprema habilidad de los funámbulos. No cuenta en ellos la capacidad para desempeñar tal o cual puesto: importan sólo la coyuntura política y la habilidad para adaptarse con raro mimetismo a cualquier situación que se presente. Hoy están aquí, mañana allá, y luego acullá. Ahora son investigadores, luego procuradores, en seguida embajadores, y pueden convertirse después en ministros de suprema corte, si bien no de corte supremo. La política toma el lugar que debería ocupar la eficiencia en la atención de las cuestiones públicas. Así las cosas, y en el mismo contexto, propongo mi candidatura para dirigir el Instituto de Astrofísica Cosmocibernética Ultramegatrónica Nuclear. Una incauta mujer conoció en cierto bar de mala muerte a un individuo de fea catadura, y éste la invitó a dar un paseo con él en su pick up. Aceptó la invitación la fémina, imprudente. El sujeto condujo el vehículo a un apartado bosque, y le pidió a la mujer que lo acompañara a internarse en él. Oscuro y ominoso era aquel bosque; tenía semejanza con los que dibujaba Walt Disney en sus películas, donde los árboles parecen tener ojos de furia y amenazantes brazos. La mujer dijo: “Tengo miedo”. Respondió el tipo: “Y eso que no vas a tener que regresar solo, como yo”. El encuestador le preguntó a una vedette: “¿Qué opina usted acerca del condón?”. Respondió ella: “Me interesa más su contenido”. Lord Feebledick regresó a su finca rural después de la cacería de la zorra, y sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en apretado consorcio de libídine con mister Whoopie, un norteamericano vendedor de productos agrícolas. “Bloody be! -exclamó milord en paroxismo de ira al ver así a su esposa-. ¡Y con un comerciante!”. Uniendo la acción a la palabra -a las seis palabras, para ser exactos- descolgó su rifle Magnum, el mismo que había usado en la cacería de tigres en la India, y le apuntó con él al follador. Mis cuatro lectores entenderán el espanto del tal Whoopie al verse así amenazado. De pie sobre la cama, cubierto sólo por una aplicación de la loción que usaba para después de rasurarse, tendió las manos, suplicante, y rogó con deprecativo acento: “¡No dispare, milord! ¡Por favor, no dispare! ¡Tengo muchos pedidos pendientes de entregar!”. Intervino lady Loosebloomers: “Hazle caso, marido. No dispares. Después de todo él no había disparado todavía”. “Está bien” -accedió lord Feebledick, magnánimo. Y dirigiéndose al yanqui le dijo sin dejar de apuntarle: “Le voy a dar una oportunidad. Abra las piernas y balancéelos”. FIN.