miércoles, 7 de enero de 2015

enero 07, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Cuando mi amigo bebe se saca del corazón un remordimiento. Yo le doy varias razones para disipar esa culpa que lleva, pero sucede que las razones no pueden nada contra los remordimientos, y así mi amigo sufre cuando bebe, y sospecho que cuando no bebe sufre más. Era muy joven todavía. Se había casado con una chica de buena sociedad, y tenía dos hijos pequeñitos. Solían ir los fines de semana al rancho de su padre. Ahí se sentía feliz; la gente lo quería, pues entre ella había crecido. Todo lo conocían desde niño; decían que era bueno. Había ahí una muchachita. Se llamaba Angelina. Debe haber tenido por entonces 17 años. Era muy bella, de agraciado rostro y armoniosas formas. Peinaba sus cabellos en una larga trenza que le llegaba a la cintura. Mi amigo la veía, y Angelina lo veía a él. Cuando la miraba ella no bajaba la vista como hacía con los demás. Le sonreía. No había provocación en su sonrisa, sino entendimiento. Sin palabras se decían muchas cosas. Una mañana él acertó a pasar por el arroyo cuando ella se bañaba. Se cubrió la muchacha el bajo vientre con las manos, pero dejó a la vista sus senos de doncella, blancos y de color de rosa, lo mismo que palomas que se disponen a emprender el vuelo. No se turbó al verlo. Sonrió lo mismo que hacía siempre. Él sintió un extraño respeto y se alejó de prisa. Pero no pudo resistir la tentación y volvió la vista para mirarla nuevamente. Ella, sonriendo todavía, levantó una mano. Mi amigo no supo si era para llamarlo o para decirle adiós. Huyó. Desde ese día cada vez que se encontraban ella lo saludaba igual. Él se turbaba, y ella sonreía más. Por la noche le hacía el amor a su mujer, pero en verdad se lo hacía a Angelina. Debía apretar los labios para no decir su nombre. Sucedió que una tarde se encontraron. Estaban en el camino, solos; no había nadie cerca. Ella le habló primero. Le dijo con sencillez, sin ninguna palabra previa: “Si quiere me voy con usted a donde sea”. Muchas cosas le pasaron en ese instante a mi amigo por la mente. Le pondría casa en la ciudad vecina. Iría a verla una o dos veces por semana. Los padres y los hermanos de ella entenderían, y no dirían nada. Mejor con él que con alguno del rancho, con el que de seguro pasaría pobreza. Pero pensó en su esposa y en sus hijos. Podía tener dos mujeres; lo que no podía era tener dos familias. Todos lo conocían; tarde o temprano la cosa se sabría, y él no estaba para esas aventuras que siempre terminaban mal. No contestó. Huyó otra vez. Cuando volteó a mirarla ella no sonreía ya. En su rostro había un gesto de tristeza, de callada desesperación. Pasaron unos meses, y él se enteró de que Angelina se había casado con un hombre del rancho bastante mayor que ella. Tuvo un hijo, y luego otro, y otro más. El marido era borracho; la trataba mal. Un día mi amigo la miró al pasar por la casa donde vivía, y apenas pudo reconocerla. Había envejecido; parecía una anciana, aunque no llegaba aún a los 25 años. Se le veía muy delgada; caminaba con lentitud, como encorvada. Ya no le sonrió a mi amigo. Le volvió la espalda y entró en su casa apresuradamente. Él se sintió muy mal. Poco después supo que Angelina había muerto, al parecer por una golpiza que le dio su esposo. El hombre se fue del rancho; los padres de ella recogieron a sus criaturitas. La niña se parece mucho a su mamá. Oigo la historia -varias veces la he oído- y no sé qué decirle a mi amigo. Él se tilda de cobarde; piensa que su cobardía mató a aquella muchacha. Debió habérsela llevado, dice, por encima de todos y de todo. Habría sido feliz con ella, la habría hecho feliz, y el mundo que rodara. “Ahora la llevo en la conciencia -dice-. La veo otra vez como aquel día que se bañaba en el arroyo, y me maldigo”. Yo trato de convencerlo de que hizo lo que tenía que hacer; le hablo de su mujer y de sus hijos; de sus padres. Él calla, calla siempre. Le da otro trago a su copa y pierde la mirada en el vacío. Entonces pienso que a veces lo que parece bueno es malo, y lo que parece malo es bueno. Me pierdo en esos pensamientos y bebo también, como mi amigo. Callamos los dos. Y en ese silencio una muchacha nos mira con tristeza. Son cosas de la vida, digo. Y no entiendo a la vida... FIN.