viernes, 30 de enero de 2015

enero 30, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Dulciflor, hija de familia, muchacha honesta y casta, tuvo la desdicha de prendarse de un tal Pimpo, sujeto de arrabal que solía aprovecharse de sus enamoradas. Le dijo el barbaján: “Si en verdad me quieres deberás ir a todos los departamentos del edificio en que vivo, empezando por el primer piso. Ofrecerás tu cuerpo a sus ocupantes a cambio de un pago de mil pesos, que me entregarás. Sólo si haces eso creeré en tu amor”. Respondió, vehemente, la enamorada joven: “¡Por ti daría la vida, cuantimás las éstas!”. (De dudoso gusto es esa expresión, sobre todo en labios de doncella). Efectivamente, Dulciflor recorrió todos los departamentos de la primera planta ofreciéndose a la lascivia de los inquilinos. El tal Pimpo, que conservaba un resto de humanidad, se conmovió al ver el sacrificio de la joven. Le dijo: “Con eso es suficiente. Ahora sé que me amas”. “¡Ah no! -protestó ella-. ¡Todavía me faltan los otros cuatro pisos!”. (Eran cinco). Una amiga de doña Chalina le preguntó: “¿Supiste el chisme acerca de la vecina?”. “Claro que sí -respondió ella-. Yo lo inventé”. Hay quienes dicen que el mundo ya se va acabar. Para hacer ese oscuro vaticinio se basan en ciertos indicios ominosos: el calentamiento global; la caída en el precio del petróleo; el pez diablo con forma de marciano aparecido en las playas de Cuitlatzin. A mí esas señales no me inquietan: he visto otras ebulliciones del planeta, otras debacles petroleras y otros monstruos, como el famoso Chupacabras y algunos ex presidentes. Hoy, sin embargo, se me presenta una evidencia clara del final del mundo: la publicación aquí de la vitanda narración conocida con el nombre de “Sentimiento de una madre”. Ese engañoso título oculta una de los más sicalípticos relatos en la historia de la picardía universal. Recomiendo a mis cuatro lectores evitar la lectura de tan tremenda badomía. En relación con ella sucedió un acontecimiento extraordinario: los tórculos se negaron a imprimirla. Para poder ponerla en el papel fue necesario importar una prensa desconocedora del idioma español, a fin de que no se percatara de la enorme escabrosidad que iba a poner en el papel. Si aquellas inertes máquinas rechazaron ese cuento ¿pondrán en él los ojos los seres dotados de razón? La supradicha narración viene al final de esta columnejilla. Cada uno es libre de leerla o no. Un fantasma recorre México: el escepticismo. (Nota de la redacción: lo dudamos). Nadie cree ya en nadie, y viceversa. Él no le cree a ella cuando le jura que es el primero, y ella no le cree a él cuando le promete que será la última. El Gobierno es la entidad que sufre el descrédito mayor. Si un funcionario -el Procurador General de la República, por mencionar un caso- dijera a pleno sol, a las 11 de la mañana: “Es de día”, las personas de elevada condición responderían: “No doy crédito”; las de clase media contestarían: “Dúdolo”, y las del pueblo dirían en el campo: “¡Adió!”, y en la ciudad: “¡Voy voy!”. No es de extrañar por eso que la versión oficial sobre la tragedia de Ayotzinapa haya sido rechazada por los padres de los estudiantes desaparecidos. Ellos rechazarán, ahora y en los años por venir, todas las versiones que del Gobierno vengan. Se aferrarán a la esperanza de que sus hijos estén vivos, presos en algún cuartel militar, secuestrados por el narco o remontados en la sierra guerrerense para emprender una revolución armada. Los familiares de los jóvenes abrigan la ilusión de que un día su ser querido aparecerá de pronto, les dará un gozoso abrazo y todo volverá a ser como antes. Esa triste esperanza es otra tragedia. La de México, en cambio, es que se está perdiendo la esperanza. He ahí la tragedia mayor. Sigue ahora la anunciada narración: “Sentimiento de una madre”. Las personas con espíritu moral deben suspender aquí mismo la lectura. Pepito desesperaba a su mamá. Sus travesuras y malas acciones habían llegado a ser intolerables. Un día la señora estalló. Hecha una furia le gritó al tremendo crío: “¡No sé qué hacer contigo! ¡Ya me tienes harta!”. Contestó, burlón, el chiquillo: “¿No dices que algunas veces me quieres comer a besos?”. Respondió con encono la señora: “Debí comerte, sí, pero en vez de concebirte”. (No le entendí). FIN.