jueves, 11 de diciembre de 2014

diciembre 11, 2014
Juan Villoro Ruiz / 11-XII-14

En una ocasión le pregunté a Julio Scherer García cómo lograba ser el único que entrevistaba presos en cárceles de máxima seguridad. Con su gusto por los apotegmas, don Julio contestó: “Un periodista es tan bueno como sus contactos”.

La muerte de Vicente Leñero representa la pérdida de un inaudito contacto con la realidad, el mejor enviado especial de la literatura mexicana.

Aunque ejerció con maestría todos los géneros de la prosa y renovó la novela y el teatro con arriesgados juegos estructurales, se veía a sí mismo como un intermediario entre los hechos y el lector. En 1994, en el discurso con el que recibió el Premio Manuel Buendía, describió la aventura periodística como una profunda búsqueda de la “realidad a secas”.


También en la ficción indagó la esquiva sustancia de lo auténtico. Con la modestia que convirtió en una excepción cultural en nuestro medio, solía decir que a falta de imaginación encontraba estímulos en cosas ya sucedidas. En esa aparente carencia se cifra la grandeza de uno de los mayores escritores del México contemporáneo. En el barro de los días comunes, Leñero encontró la inesperada sustancia del arte, la forma en que la realidad se imagina a sí misma.


Scherer comentó alguna vez que si él y su inseparable amigo Vicente hubieran visitado a Picasso, él le habría hecho una entrevista y el autor de Gente así se habría concentrado en los cuadros. En el fondo, se trata de dos variantes de expresar un mismo apetito por lo real (el fundador de Proceso iría en pos de una declaración; el cronista, de un retrato del artista a partir de su obra).

En la Feria de Minería de 2013, entrevisté a Leñero en público y le pedí que evocara cómo era el Palacio de Minería cuando él estudiaba ingeniería. Probablemente estábamos ante el único escritor que había sido alumno en ese sitio. Vicente hizo una cuidada composición de lugar, describió los talleres de dibujo y recuperó el hartazgo y la sensación de pérdida de tiempo que le había provocado ese recinto, tan alejado de su verdadera vocación que, curiosamente, ahora lo llevaba de regreso al lugar de la tortura.

Esta parábola resume la identificación de Leñero con los personajes inadaptados. Ejerció la literatura desde una perspectiva singular, desplazada, y profesó una fe rebelde. En el espléndido discurso fúnebre que pronunció en Bellas Artes, Luis de Tavira se refirió a la “cruel paradoja cristiana” que se cumple en el Evangelio (recreada por Leñero en Los albañiles, Pueblo rechazado y El evangelio de Lucas Gavilán): Jesús “vino a los suyos y los suyos no lo conocieron”. Irregulares que en el futuro tendrán razón, el profeta incomprendido y el artista critican el mundo por amor al mundo.

Al terminar aquella sesión en Minería, Vicente y yo recibimos unas fotos de combatientes zapatistas con una leyenda al reverso que decía más o menos así: “Él está con nosotros”. El tono litúrgico del mensaje me hizo pensar que se trataba de una alegoría: desde algún lugar de la Selva Lacandona, Marcos estaba con nosotros.

En cambio, el genio de lo real olfateó una noticia, una trama sin ficción a punto de ocurrir. Según escribió en la Revista de la Universidad, desvió la vista y descubrió al único mexicano que puede ocultarse mostrando su cara.

Muchos años antes, en 1994, Vicente había recibido una llamada de alguien que se presentó como el “Albañil” e insinuaba que podía llevarlo con Marcos. Leñero viajó a San Cristóbal. Ahí conoció a Gonzalo, sacerdote dominico al que le preguntó si era el “Albañil”. El cura se limitó a sonreír y le presentó a un joven cuyo oficio era su apodo: “Contacto”. Esta intrincada trama (que confirma el apotegma de Scherer) permitió al novelista de Los albañiles encontrarse con el subcomandante una madrugada de febrero de 1994. Desde el título (“Marcos de cerca”), su crónica procuró descifrar a la persona detrás del pasamontañas, pero se encontró con un juego de evasiones: “Por el trabajo de Marcos no se puede saber quién es Marcos”.

Dos décadas después, el líder guerrillero se presentaba ante el autor de Todos somos Marcos con la cara despejada como un tributo del personaje ante su excepcional testigo.

No hay modo de verificar que Marcos estuviera en esa sala de la Feria del Libro. Lo significativo es que mientras yo cedía a una complaciente interpretación metafórica, a sus casi ochenta años, mi maestro buscaba el inapresable entramado de lo real.

La vida mexicana sucedía para que la contara Vicente Leñero. Su pérdida no tiene medida. La realidad está de luto.