miércoles, 3 de diciembre de 2014

diciembre 03, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


En los primeros tiempos, los del Antiguo Testamento, Yahvé tenía por principal ocupación inventar castigos para los humanos. Hacía caer sobre ellos plagas espantosas; les incendiaba sus ciudades y cultivos; les confundía las lenguas; tornaba en sangre el agua de sus ríos; los convertía en estatuas de sal. Cierto día se le ocurrió un castigo nuevo: haría llover sobre hombres y animales de modo que se ahogaran todos y no quedara ningún ser vivo sobre la superficie de la tierra. Salvaría únicamente a un varón, no porque fuera totalmente justo -Noé también tenía sus pecadillos-, sino porque el Señor necesitaba un testigo que narrara después lo sucedido, y que sus hijos no se apartaran ya de sus mandatos por el miedo de ahogarse ellos también. Ese temor subsiste todavía. En mi caso, cuando hago algo que se sale del reglamento, y empieza a lloviznar, me pongo muy nervioso y digo en mi interior: “¡Uta! ¡Ya supo!”. Pero veo que me estoy apartando de un relato que ni siquiera he comenzado todavía. Sucede que Noé hizo entrar en el arca a una pareja de cada especie de animales. Era muy previsor ese patriarca. Se preparó para el Diluvio a pesar de que su esposa le decía con tono agrio: “A ver si ya dejas de estar haciendo ese adefesio y te metes a la casa. ¿No ves que va a llover?”. Tan prudente era Noé que quiso evitar desde el principio que ya en el arca los animales se entregaran a sus efusiones amorosas, pues eso -pensemos, por ejemplo, en los elefantes, los hipopótamos y los rinocerontes- haría peligrar la estabilidad de la nave. Así, convocó a todos los machos y les pidió que le entregaran el atributo que los distinguía como tales. Él no se despojó del suyo (“Mi mujer casi no se mueve” -declaró a título de justificación), pero a cada animal le entregó un papelito que decía: “Vale por un pito de.” y el nombre de cada espécimen. Cuando acabó el Diluvio y se secó la tierra el buen Noé hizo que los machos se formaran para bajar del arca, y conforme iban saliendo les entregaba su correspondiente atributo de másculo. El monito descendió del arca y le dijo lleno de sobresalto a la monita: “¡Noé me dio por equivocación el vale del asno, y mira lo que me entregó!”. Respondió la monita, presurosa: “¡Tú hazte tonto y camina más aprisa!”. Si Peña Nieto quiere tranquilizar a la Nación, primero debe tranquilizarse él mismo. Lo digo con pesar, pero se le ve nervioso, aturrullado. Su decisión de cancelar la visita que iba a hacer al estado de Guerrero es una muestra más de ese peligroso pasmo. Han desaparecido la firmeza y capacidad que demostró en los primeros tiempos de su gestión presidencial, cuando sacó adelante el Pacto y actuó con energía en la conducción de los asuntos de gobierno. Atravesamos tiempos muy difíciles. El Presidente no debe dar la impresión de que el país está al garete. Su plan decenal no encontró eco porque lo presentó ante un grupo de notables en vez de hacerlo de cara al pueblo, a la gente común, y después de pulsar la opinión pública. No debe guarecerse en su círculo de poder; debe acercarse más a la ciudadanía. En estos momentos el país necesita dirección; requiere un liderazgo. Si el Presidente no aporta eso temo pensar quién lo aportará. ¡Otra vez, insensato columnista, pones zozobra en la República con tus sombrías premoniciones! ¿Quién eres tú para intranquilizarla? Ea, narra algunos chascarrillos finales y luego calla. El silencio es la inteligencia de los tontos. Dos vedettes que hacía tiempo no se veían se toparon en la calle. Una de ellas lucía un profuso nalgatorio; un par de exuberantes glúteos de vastas proporciones, mayores que los de la Venus Calipigia. Le dijo la otra: “Veo que has ampliado el negocio”. Dulciflor y su novio estaban en la sala de la casa de ella. Asomó por la escalera la mamá de la chica y le preguntó: “¿Está ahí Pitorro, Dulciflor?”. “Todavía no, mami -contestó ella acezando con agitación-, pero ya merito llega”. La recién casada dio a luz. El médico les informó a los felices padres: “Tuve que recurrir a una cesárea. El bebé estaba en una posición torcida; todo encogido; chueco; una pierna por un lado, otra por otro. Jamás había visto yo una postura tan complicada”. La joven madre se volvió hacia su marido y le habló con tono de reproche: “¿Lo ves, Libidiano? Te decía que no hiciéramos eso en el vocho”. FIN.