lunes, 22 de diciembre de 2014

diciembre 22, 2014
P. Cosme Andrade Sánchez

Con mucho gusto invito a que con motivo de la Navidad, les comparto esta reflexión a fin de que los haga vivir intensamente este gran misterio de la Encarnación de Cristo.

Espero que les sea de provecho y por favor, hagan sus comentarios.

Contemplando el icono de la Navidad, vemos una cueva que nos muestra LA DENSA OSCURIDAD DEL FONDO DE LA TIERRA. Es justo en ese punto en que algunos privilegiados descendientes de Adán y Eva, están protagonizando un momento histórico que parte a la historia de la humanidad en dos: “El antes de CRISTO y el después de ÉL”. Era tan tenebrosa la oscuridad donde estaba el mismo seno de Abraham, el lugar de espera gozosa de los que durmieron en la esperanza de la Salvación, que el Profeta se expresa así: “El pueblo que andaba en tinieblas ha visto gran luz; a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha resplandecido sobre ellos” (Isaías 9: 2).

Estos hijos de Adán y Eva, herederos de las promesas de salvación, que esperaban gozosos el cumplimiento de la primera profecía incomprensible, pero proclamada por boca del mismo Creador en el Paraíso terrenal que decía: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.” (Génesis 3: 15). Quien da la simiente es EL HOMBRE… ¡NO LA MUJER! Esa es la gran verdad que difícilmente digiere nuestra mente humana: la Segunda Eva, la Bienaventurada Virgen María, la llena de gracia es la portadora de la simiente divina. Ella, por la acción del Espíritu Santo es la que traía en su seno virginal la Semilla divina que sin el concurso del varón, diera al universo AL SEGUNDO ADÁN: a Cristo. Lo proclamado por el Profeta Isaías, se cumple al pie de la letra: “Por tanto, el Señor mismo les dará una señal: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel.” (Isaías 7:14). Los mismos ángeles son testigos presenciales de tan trascendental acontecimiento histórico, cuando en esa Noche bendita, hacen resonar con sus celestiales voces ese himno del “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz y buena voluntad para la humanidad!”. Desde ese glorioso momento en que Dios se encarnó, la misma gloria bajó a la tierra y los ángeles le adoraron en la tierra, porque el cielo que contiene al Omnipotente e incontenible, ahora puso su morada entre nosotros. Los ángeles invitan en primer lugar a los sencillos y humildes pastores, quienes sin cuestionar creen, le ven y le adoran con piedad. Los demás ángeles desde los cielos miran a la tierra porque aquí está entre nosotros el Dios humanado. Esa cueva donde se lleva a cabo tan relevante suceso, abre la boca del abismo llevando hasta lo profundo de la tierra un destello de esperanza en la Luz de la Verdad que viene a este mundo y que anuncia que en breve, ese hilo de luz se convertirá en un sol omnipotente y vivificante que va a despertar a Adán, a Eva, a Abraham, a Isaac y a Jacob con todos sus descendientes que esperan con gozo inenarrable ese día que se tornará sin ocaso y los elevará con Él al reino celestial, cuando resucite de entre los muertos. Es por eso que todos cantamos jubilosos: “Hoy la Virgen da a luz, al inefable Verbo; la tierra le ofrece al inaccesible UNA GRUTA. Los ángeles con los pastores le glorifican; los Magos se orientan con la estrella. Pues por nosotros ha nacido: Un Nuevo Niño, el Eterno Dios”.

En ese icono, vemos a Cristo recostado sobre una cuna en forma de ataúd y que se encuentra justo ante la entrada del seno de la tierra, porque está anunciando que Él vino a morir y, una vez que cumpla su misión salvadora, esa misma cueva es la que lo hará descender, con todo el resplandor de su divinidad a iluminar y a despertar a los que esperaban su venida salvadora en el seno de Abraham. El sudario y la mortaja cubren su cuerpo de niño, en vez de estar envuelto en pañales, demostrándonos con ello que Él asume totalmente nuestra humanidad con todo lo que ella implica. El estar recostado en un comedero de animales como cuna, encierra una gran verdad: Él es “EL PAN VIVO BAJADO DEL CIELO”; ES EL MANÁ CELESTIAL”. Por haber nacido en Belén, cuyo significado es “Casa de pan” y estar recostado en un comedero, nos está anunciando anticipadamente el “TOMEN Y COMAN TODOS DE ÉL, PORQUE ESTO ES MI CUERPO”. “TOMEN Y BEBAN TODOS DE ELLA, PORQUE ES MI SANGRE”. 

Ante este inefable nacimiento de Dios, como hombre, llegan los Magos del Oriente representando a toda la humanidad y demostrando su reconocimiento como Rey, como hombre y como Dios y le ofrecen sus presentes: el oro, en cuanto saben que es el Rey del universo; mirra, porque contemplan su humanidad; Incienso, porque están seguros de su divinidad. Los Magos se orientan por una estrella, misma que fue anunciada de esta manera: “Lo veo, aunque no por ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un hombre surge de Israel.”(Números 24:17). Ya se encuentra perfectamente delineado este magno suceso cuando exclama el Profeta: “Te llenarás con caravanas de camellos, con dromedarios de Madián y de Efa. Vendrán todos los de Sabá, cargando oro e incienso y proclamando las alabanzas del Señor.” (Isaías 60:6).

La Virgen María aparece recostada sobre una roca plana acojinada por un tapete rojo. El color rojo es el signo de la divinidad, porque ella estaba llena de gracia que la divinizaba. Se le ve en forma de un grano de trigo, porque de ella brotó el Pan de la Vida. La roca plana, es en alusión a lo predicho por el Profeta: “Estabas mirando, hasta que una piedra se desprendió sin que la cortara mano alguna, e hirió a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó” (Dan 2, 34). Se nota que la Virgen aleja su mirada del rostro del Niño debido al resplandor divino. La Virgen coronada con tres estrellas, simbolizan que es virgen antes, en y después del parto. La alabamos de esta manera: “Ha surgido un vástago del tronco de Jesé, y Tú, Cristo Dios, como un retoño has brotado de sus raíces, procedes de la montaña cubierta por el vergel, pues te encarnaste de la Virgen que no conoció varón. ¡Oh Dios inmaterial, gloria a Tu Poder, oh Señor!” (Estrofa de las Catabasías de navidad).

El Justo José: Aparece con un rostro sombrío y atormentado por la duda. El anciano del bastón es el demonio que está sembrando en su corazón la tentación de que La Virgen le ha sido infiel, hasta que el ángel le aclara en sueños que el nacimiento fue por obra del Espíritu Santo. El demonio le decía: “si este bastón seco puede dar brotes, también es posible que una virgen dé a luz un hijo”. Justo en ese momento el bastón reverdeció con brotes nuevos y la fe del justo se fortaleció.

El buey y el asno: Es justamente el profeta Isaías quien desde 800 años atrás pronosticara que el pueblo elegido no iba a reconocer a su Salvador como su Señor y su Amo; sería tanta su ceguera que ni viendo descubrirían la presencia divina entre ellos: “El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento.”(1: 3). San Gregorio de Niza y San Gregorio Nacianceno ven en el buey al PUEBLO JUDÍO, quien no reconoció a Cristo. En el Asno ven al mundo gentil que ignorando las Escrituras.

Zelomi y Salomé están lavando los pañales del niño. Salomé dudó de la virginidad de María y se le secó la mano, pero cuando adoró a Cristo, le fue restablecida su salud. Estas dos mujeres son la representación de la humanidad de Cristo, quienes se encargaron además de cortar el cordón umbilical. Con este detalle el iconógrafo nos está revelando que Cristo es Dios y hombre y jamás hombre en apariencia. (Proto-Evangelio de Santiago 18:20). 

La Iglesia llena de júbilo nos invita a que cantemos con toda el alma este himno de gozo por el recién nacido:

“A Cristo nacido: ¡Glorifíquenle! A Cristo que viene de los cielos: ¡Recíbanle! A Cristo que está en la tierra: ¡Exaltadle! ¡Que Cante al Señor toda la tierra y que todos los pueblos lo alaben con júbilo, porque ha sido glorificado! (Catabasías de Navidad).

Ante la visita del Oriente de los Orientes, con ese fervor de los que confesamos a Cristo como nuestro Salvador y Señor, cantemos este Tropario:

Tu nacimiento, oh Cristo nuestro Dios, amaneció en el mundo como la Luz de la Sabiduría. Los que adoraban a los astros, de una estrella aprendieron a adorarte, oh sol de justicia, y a conocerte Oriente de las alturas, ¡oh Señor, gloria a Ti!