lunes, 10 de noviembre de 2014

noviembre 10, 2014
Héctor Rodolfo López Ceballos

En 1789 una horda iracunda y desorganizada de franceses atacó la prisión-fortaleza de La Bastilla, defendida por apenas un puñado de hombres apertrechados con abundante munición y algunas piezas de artillería. La noticia recorrió la vieja Europa no por la significancia del éxito militar, sino por la fuerte carga simbólica que suponía haber asaltado la casi ya desocupada prisión: La Bastilla era considerada un fuerte reducto del despotismo monárquico francés.

Foto: Agencias

En diciembre de 1914 la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur, encabezados por el General de División Francisco Villa y Emiliano Zapata, respectivamente, entraron en Ciudad de México y ocuparon el Palacio Nacional, sede del Poder Ejecutivo de México que en ese momento pretendía ostentar Venustiano Carranza y su Ejército Constitucionalista, facción revolucionaria que se había autoproclamado líder de la causa y había desconocido a todos los movimientos anteriores, yendo así en contra de la esencia de la Revolución. 

En octubre de 1917 fueron los Revolucionarios bolcheviques rusos quienes tomaron el Palacio de Invierno, residencia oficial de los zares y símbolo de la Rusia Imperial, como una de las tantas acciones realizadas para terminar con el poder oligárquico del Imperio Ruso y establecer el Congreso de los Soviets y el gobierno de obreros y campesinos. 

La historia mundial -y sobre todo la historia revolucionaria- está siempre llena de simbolismos y de actos más significativos que determinantes. Incluso en la derrota nacen nuevos paradigmas y figuras de fuerte carga ideológica que anclan la identidad personal a una identidad general más amplia y que sienta las bases de una sociedad, un gobierno, una religión. Juan Escutia saltador arrojándose con la Bandera Nacional para protegerla de los invasores gringos, “La Patria es primero” de un Vicente Guerrero capaz de anteponer su lucha y el interés colectivo a su propio padre, entre otros muchos símbolos que alimentan las luchas sociales en algunos casos y en otros justifican las decisiones del poder y lo legitiman.

Porque el símbolo tendrá siempre dos principales caras: la popular y la institucionalizada. Un Felipe Carrillo Puerto presentado por el Estado como un líder revolucionario y cercano a la gente se queda excesivamente corto con el Carrillo Puerto abiertamente socialista, impulsor de uno de los modelos educativos más avanzados del mundo hasta nuestros días –el modelo racionalista- y que claramente estaría en contra de la mayor parte de las políticas de gobierno que se llevan a cabo actualmente. Un Himno Nacional que se venera y se enaltece, pero que es convenientemente recortado en las escuelas públicas del país y en las que, además, no se analiza a fondo. Una Revolución Mexicana que perseguía las libertades y derechos más elementales de la sociedad y que hoy está institucionalizada –muerta, pero institucionalizada- y que legitima la existencia de un Estado que apenas y sobrevive y que en las condiciones en las que se encuentra ya hubiese ocasionado el levantamiento de los Villas y los Zapatas e incluso uno que otro Carranza autoproclamándose presidente legítimo y heredero de la causa. 

Y el símbolo le pertenece a quien lo enarbola y lo sostiene como bandera. Por eso cuando se habla de una puerta incendiada en Palacio Nacional, independientemente de la discusión del origen de los autores de tan sonado evento, existen las voces que reprueban, se aterrorizan y hacen escándalo de la destrucción física y metafórica de la sede del poder central –México, un país prácticamente construido sobre el símbolo y la metáfora-, mientras esa misma acción legitima la lucha social y representa el descontento de la base de la pirámide con la punta oligárquica e institucional. En pocas palabras, todo depende de la causa con que se mire.

Es por ello que aunque no tengan una relevancia estratégica y real, pues los poderes han demostrado no necesitar de edificios para seguir haciendo lo que se les antoje, las plazas públicas, el Zócalo, Palacio Nacional y el Congreso de la unión serán siempre lugares obligados a ser ocupados por la masa inconforme. Y es también por ello que, aunque no lo necesite en la praxis, el poder utiliza todos los medios de los que dispone –la fuerza incluida- para mantener dichos espacios, pues la carga ideológica que contienen sí la necesitan para mantener el statu quo.

Y sea lo que sea que represente, el símbolo está destinado a pasar al olvido si no sirve como motor de lucha de alguna nueva Revolución, a reivindicarse y transformarse si la legitima o a arder si representa los intereses de lo que se quiere acabar. 

Al fin y al cabo una puerta es una puerta y no se comparará jamás con el agravio que sufren cientos de miles de mexicanos y el fuego que las consuma no será nunca comparable con el fuego que ha extinguido la vida de muchos. Pero en el país de los símbolos, las prioridades también lo son.